Los sueños de Casandra

XXVIII La maldición

Siete años atrás

—No te pedí que vinieras para esto —se quejó Apolo.

Había logrado escabullirse con Casandra y estaban ocultos en la casa del árbol. El resto de la familia estaba demasiado ocupada en la fiesta y suponían que la joven tomaba fotografías en el jardín. Aquel pasatiempo la mantenía serena y ocupada, aunque ahora estaba leyendo un libro de mitología junto a un malhumorado Apolo.

En cuanto la joven llegó a la casa, la intensa necesidad de conseguir estar a solas con ella se volvió tan urgente como desesperada. Y ahora que la tenía sólo para él, no deseaba perder más el poco tiempo del que disponían. Impaciente, se acomodó tras ella, que leía sentada de piernas cruzadas sobre una descolorida alfombra.

—Eso que lees no puede ser más entretenido que esto —aseguró, deslizando su mano bajo la camiseta que ella llevaba.

Tocó el suave, pero firme vientre, sintiendo cosquillas recorrerle todo el cuerpo, concentrándose en su ingle.

Ella siguió como si nada.

Con delicados movimientos, Apolo le quitó la amarra del cabello, el que se desparramó liberando su agradable fragancia, esa que lo hacía temblar.

—Hueles tan bien.

Hundiendo sus dedos entre los sedosos cabellos de la joven, le repartió besos por el cuello en toda su extensión. La lamida que le dio al final la hizo retorcerse graciosamente y Apolo rio.

Al menos ella sentía cosquillas, eso era reconfortante. A veces pensaba que su cuerpo era insensible a todo cuanto él se proponía conseguir, a sus caricias.

—Ya suelta ese libro, no me gusta que me ignores. —Intentó arrebatárselo, pero ella lo aferró con aprensión contra su pecho.

Iba a hacerle cosquillas cuando Casandra por fin habló.

—Este libro habla de nosotros. Bueno, no somos nosotros, pero tienen nuestros nombres.

El joven pareció interesado.

—Aquí dice que Apolo es un dios y que Casandra es su sacerdotisa.

—Hay chicas que han dicho que tengo el cuerpo de un dios, pero tú ni siquiera me miras —se quejó, levantando su polera para dejar al descubierto sus marcados abdominales.

—Sí te miro. Tienes el cuerpo de un humano, no mientas.

Apolo volvió a reír. Ella no entendía ese tipo de comentarios.

—Aquí también dice que Apolo sentía por Casandra un amor infinito.

—Ese libro es la biblia.

—"A cambio de su amor, él le dio el don de la adivinación." Casandra... podía ver el futuro —enunció con admiración ante lo que le pareció una verdad revelada.

—Tal vez no deberías leer esas cosas.

La línea entre la realidad y la fantasía se volvía difusa con mucha frecuencia para ella.

—Tuve el sueño de la caída antes de venir. Me despertaba Perseo —dijo con ánimo fatídico.

—Cas, son sólo sueños, no pienses más en eso, sólo... sólo significa que estás cansada y que necesitas relajarte. —Estiró la mano y ella voluntariamente le entregó el libro.

Dejándolo a un lado, Apolo recostó a Casandra y sobre la alfombra continuó con sus besos y caricias, que buscaban hacer brotar de aquel cuerpo adolescente el mismo deseo vehemente que lo enloquecía.

Ella se mantuvo inmóvil, sin responder a los besos, sin regresar las caricias, como si fuera una muñeca.

—El libro también dice que el amor de Apolo no fue correspondido.

Las caricias cesaron al instante y un frío glacial lo recorrió de pies a cabeza. Él jamás consideró aquella posibilidad, ella era indiferente porque tenía problemas, no porque no lo amara. Él era suyo, ella lo había dicho, aunque luego lo olvidara.

—Él se enfadó por aquello y la castigó.

El miedo que vio en los ojos de su prima también lo asustó.

—¿Qué le hizo? —se atrevió a preguntar, sin estar seguro de querer oír la respuesta.

—La maldijo. Ella conservaría el don de la adivinación, pero nadie creería en sus palabras, y vería el futuro cumplirse irremediablemente... A mí nadie me cree.

Los sueños de los que ella siempre hablaba eran tantos y tan extraños.  A veces eran lugares, palabras, momentos perdidos en el tiempo, enredados con recuerdos que debían ser olvidados. Ella creía ver el futuro cuando estaba recordando el pasado o eso suponía él. No deseaba pensar que estaba loca, sólo confundida... Perdida.

—Cas...

—Tú... ¿Me odias? —lo interrumpió, acariciándole la mejilla.

Aquel inesperado gesto descongeló su aturdido cuerpo, devolviéndole el ánimo que se había agriado tan repentinamente.

—¡Claro que no, Cas! ¡Yo te amo! ¡Desde siempre! Desde que el sol alumbra en el cielo, cuando no existía nadie que pudiera sentir su calor, yo ya te amaba desde entonces.

Sus ojos se humedecieron. Él jamás había llorado frente a alguien desde que fue consciente de sus actos, pero ella penetraba en su corazón conectándolo con esa sensibilidad que para otros parecía inexistente.




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