Los sueños de Casandra

XXIX Puertas

Los episodios psicóticos eran uno de los síntomas del mal que aquejaba a Casandra. Estaban en el expediente y habían sido recurrentes durante su infancia y adolescencia.

¿Podía ella haber matado a Calíope, a Franco, Apolo y atentado contra Aquiles en un estado psicótico? ¿Siguiendo quizás el mandato de una alucinación de su padre muerto?

Fue la conclusión más evidente, contrastada con toda la evidencia hallada en su habitación. Ella era la culpable.

—¡¿Cómo pueden pensar que fue Casandra?! —cuestionó Aurora, viendo a Diego aparecer con la joven esposada.

Perseo le detalló lo encontrado en la habitación. Al oírlo, sus ojos se abrieron con espanto y a la luz del foco que la alumbraba desde abajo, su expresión fue escalofriante. Todo empeoró cuando oyó la locura de que su hermano Joaquín estaba vivo. Su corazón se agitó más que nunca e intercambió miradas cómplices con Diego.

—Me llevaré a Casandra a la estación —anunció el policía—. Quiero que permanezcan en la hacienda, mañana vendrán oficiales a interrogarlos.

Antes de salir, Orfeo se le acercó para hablarle algo en privado.

—Me encargaré, tranquilo —aseguró Diego.

Caminó con la joven hasta el auto, bajo la tormenta aún incesante. Ella parecía hipnotizada con el metálico brillo de las esposas, que en unos instantes Diego le quitó.

—¿Dónde está, Casandra? ¿Dónde está tu papá?

La sorpresa en el rostro de la joven fue evidente.

—¿Me crees?

Diego negó.

—No se trata de creer, sino de analizar la evidencia y todo apunta a que fuiste tú, Casandra.

Cada prueba acusatoria estaba en el lugar preciso, demasiado perfecto y ordenado. Requería meticulosidad y una mente fría y sanguinaria para planificar y haber llevado a cabo tan magistralmente la serie de homicidios a la que se enfrentaba. Para alguien tan inestable como ella era impensable.

A menos que fingiera su condición, pero lo creía poco probable. De hecho, estaba comenzando a pensar que el responsable tenía un cómplice.

—Apolo es quien te cree —terminó de decir y el corazón de Casandra latió más de prisa.

Apolo le creía porque él también sabía la verdad.

—Ahora, necesito que me digas dónde está tu papá. Sé que lo sabes. Soñaste con esto ¿No? De algún modo que no logro explicar, tú le hablaste de esto a Apolo hace años. Le hablaste de mí, le dijiste que confiara en mí y ahora yo confiaré en ti. —Volteó para verla en el asiento trasero y estrechar su mano—. Necesito que tú también creas en ti, sólo así lograrás desenredar esa maraña de información que hay en tu cabeza y que te confunde. Tú no estás loca, ni eres una asesina, Casandra. Sólo necesitas poner en orden lo que sabes, sólo eso.

Ella asintió. Acto seguido, cerró los ojos, buscando, escarbando en la vertiente de imágenes; en los recuerdos de sus sueños nocturnos.

—En el tejado —dijo por fin—. Éste es ahora el sueño del tejado.

Dejando a Casandra en el auto, Diego regresó a la casa.

—Ellos... Piensan que papá escapó —le dijo Orfeo, acompañándolo a la habitación donde lo único que quedaba de su padre era una mano.

El joven se quedó en el umbral de la puerta, desde donde vio a Diego ponerse unos guantes que sacó de su chaqueta para luego meter la mano cercenada en una bolsa. Era evidencia, supuso y la esperanza de que pudieran volver a unirla al cuerpo de su padre se desvaneció.

El agua que goteaba de las ropas del policía formó charcos en el piso. Incluso sus propias ropas también goteaban. Casandra estaba empapada porque venía de fuera, pero la habitación estaba completamente seca, sólo con las manchas de sangre de su padre afectando el brillante piso.

—Tú... ¿Crees que Casandra lo hizo? —comenzó a cuestionar Orfeo.

La muchacha era delgada y débil. Difícilmente podría llevarse a su padre debilitado por una hemorragia y la posibilidad de que por cuenta propia se internara en la tormenta con una herida de esa magnitud se le hacía remotamente baja.

Diego no contestó. Observaba el techo.

—¿Esta casa tiene buhardilla o ático?

Orfeo negó, encogiéndose de hombros.

—No lo sé, pero sé quién puede saberlo.

~❀~

En el auto, el sonido de la lluvia y el frío comenzó a adormecer el cuerpo de Casandra, que acabó rindiéndose al cansancio. Había sido una larga caminata desde el bosque a la casa y recostándose en el asiento trasero, se durmió.

Fue un sueño breve. Le pareció que duró el tiempo que tardaba en hundirse en la tibieza de su almohada para llegar a la puerta, esa donde los hilos de las historias se entretejían y daban paso a las ensoñaciones, las pesadillas y al miedo. Cuando cruzaba esa puerta encontraba muchas otras y de tantas que eran, a veces no encontraba el camino de regreso y se perdía.

Y cruzar una puerta significaba despertar.

Al abrir los ojos seguía en el auto, pero no llovía. El sol estaba por perderse en el horizonte y el auto olía a limón. Conocía ese aroma, pero no recordaba de dónde. Estuvo varios minutos inhalando profundamente, buscando una conexión, pero se rindió. Deshaciéndose de la manta que la cubría bajó del auto y cayó de bruces al suelo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.