Los sueños de Casandra

XXXI El precio del olvido

—¿Desde cuándo sabes que tu tío Joaquín está vivo?

La joven se hallaba sentada serenamente, oyendo el sonido de la lluvia que repiqueteaba fuera de la ventana de la oficina convertida en sala de interrogatorio.

Se hizo la desentendida.

Diego dejó caer el archivo de la investigación hallado en el ático sobre la mesa frente a ella. Al abrirlo, lo primero que apareció fue la fotografía de una hermosa mujer rubia, sonriendo dulcemente con la confianza de saberse bella y deseada.

Ella la acarició con nostalgia y pese a la tenue luz de los focos de emergencia, Diego pudo ver los ojos de la muchacha llenarse de lágrimas.

—Era tan hermosa, parecía un ángel. Nunca olvidaré la primera vez que la vi.

El policía se sentó junto a ella.

—Debió enfadarte mucho saber lo que le hicieron.

Los antes nostálgicos ojos se llenaron de amargura.

—Helena, puedes detener esto. Tu tío Joaquín se llevó a tu tío Vicente ¿Dónde está?

—Pasará lo que tenga que pasar. No importa lo que digas o lo que hagas, las palabras no bastan para detener las pasiones humanas. —Sacó la fotografía del archivo, aferrándola contra su pecho—. Ella usó las palabras para suplicar... yo no las usaré para evitar que los culpables sean castigados.

Diego miró su teléfono. Seguía sin señal. Por radio intentó contactar a la estación para pedir apoyo y revisar los terrenos de la hacienda Domínguez, pero la transmisión se interrumpía.

Por ahora, debía impedir que Helena hiciera contacto con Joaquín y para eso, tendría que encarcelarla. Cuando iba a salir con ella, Perseo, que los esperaba fuera, se le interpuso.

—¡Casandra es la culpable! ¡¿Por qué quieres llevarte a Helena?!

Los gritos alertaron al resto de la familia, que llegaron presurosos.

—Perseo, no interfieras.

Diego se abrió paso y ahora fue Adela quien cortó su camino.

—¡¿Dónde está mi Casy?! ¡¿Qué hiciste con ella?! —lo cuestionó.

—Helena ¡¿Qué ocurre?!

Bernarda apareció también, abrazando a su hija.

No era un buen lugar para estar, pensó Diego, sabiendo que debía salir cuanto antes a buscar a Joaquín. No alcanzó a dar dos pasos entre las mujeres cuando un contundente golpe desde atrás lo dejó inconsciente en el suelo, ante la mirada horrorizada de quienes vieron a Perseo con una estatua de bronce en sus manos.

******

Diecinueve años atrás

Una pequeña niña rubia corría por el bosque que rodeaba la hacienda. Su madre había salido con el pequeño Perseo al médico y su padre estaba demasiado ocupado para jugar.

Todos estaban muy ocupados para jugar con Helena.

Una piedra en el camino la hizo tropezar y su rodilla se raspó contra el suelo, haciéndola llorar.

Allí, rodeada de árboles y tan lejos de casa, nadie podría ayudarla.

Excepto un ángel.

Había ángeles de la guarda que protegían a los niños. Eso le habían dicho y cerró los ojos, llamando a su ángel.

—¿Qué pasó, pequeña?

El ángel la había oído y le sonreía con el rostro de la mujer más hermosa que hubiera visto, más que su madre incluso. Y tenía el cabello rubio como el suyo.

Con suavidad, la mujer sacó un pañuelo de su bolso y le limpió la herida, depositándole un beso en la frente.

—Tal vez quede una marca, pero te recordará que eres muy valiente.

La ayudó a levantarse y le sacudió el vestido.

—Eres Helena ¿Verdad? Yo soy tu tía Diana.

No era un ángel.

—Prométeme que no le dirás a nadie que me viste aquí y que no irás a la casa hasta que yo salga.

La niña selló el pacto apretando la mano de la mujer y la vio alejarse en dirección a su hogar.

Esperó, pero no era buena en eso y la impaciencia la hizo romper la segunda parte de su promesa. Furtivamente se escabulló por la puerta de la cocina, vacía porque Agustina había salido a hacer las compras.

En el primer piso no se encontró con nadie y dirigió sus pasos al segundo. A mitad del pasillo del ala oeste oyó los gritos de su padre provenir desde el dormitorio. La curiosidad fue más fuerte que el miedo y oír la voz delicada del ángel la hizo decidirse a entrar en la habitación contigua.

Allí su madre guardaba cosas de sus salones de belleza. Lo importante era que había una escotilla debajo de la mesa al frente de todas las cajas, que daba al dormitorio de su padre.

Quejándose al apoyar la rodilla lastimada para gatear bajo la mesa, miró por la rendija.

—¡Te dije que no volvieras a aparecerte por aquí! —gritó su padre.

El ángel estaba frente a él.

—No vine a verte a ti, sino a tu padre —aclaró, con una sonrisa torcida.




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