Los sueños de Casandra

XXXII Rastros del pasado

El rugido de un trueno sacó a Josefina de su letargo. Confundida, observó la oscura sala donde distinguió las sombrías expresiones de su cuñada Bernarda abrazando a Perseo y Adela y Aurora llorando cada una por su lado. La última aferraba celosamente algo en sus manos.

—¿Dónde está Alfonso? —La cabeza le daba vueltas y sentía un sabor agrio en la boca.

—Fue a descansar a su habitación —indicó Perseo.

El hombre había tenido un episodio psicótico también. Él y su hermana se habían retirado a descansar.

—Debo ir a buscar a Apolo. —Se puso de pie, tambaleante, débil.

—Espera a que pase la tormenta y te acompañaremos. —Bernarda le pasó un brazo por la espalda, invitándola a sentarse.

—¡No puedo esperar! —empujando a su cuñada se abrió paso por la sala hacia la salida.

—¡Perseo, detenla!

Oyendo a su madre, el joven fue en busca de Orfeo por ayuda. No se creía capaz de poder contener él sólo a la histérica mujer.

Bajo la lluvia, Josefina fue por su auto. No pudo ir muy lejos, los cuatro neumáticos estaban pinchados.

En el segundo piso, un grito de Perseo alertó a las mujeres en la sala. Orfeo estaba inconsciente sobre un charco de sangre y no había rastros de Helena ni del tío Alfonso. La herida fue atendida precariamente por Agustina, la única a esas alturas que lograba pensar con claridad. Aurora lloraba aferrando a su único hijo, Bernarda temía por Helena y Adela intentaba despertar a Diego, cuya cabeza tenía un corte y sangraba levemente.

Apenas hubo recuperado un poco el conocimiento, Perseo lo interpeló sacudiéndolo de las ropas. Terminó recibiendo un puñetazo que lo arrojó de trasero al suelo.

—¡Me harté de tus mierdas, Perseo! Atacarme no te va a salir gratis.

Rápidamente fue puesto al tanto de cuanto ocurría. Su arma había desaparecido y era de esperarse que hubiera sido usada para atacar a Orfeo. Mientras Perseo se levantaba para sacar al herido y buscar ayuda, Diego habló con Agustina. Tobías tenía dos escopetas y le facilitó una. Esperaba no tener que usarla.

Nadie le creyó cuando dijo que había sido Helena y no Casandra la responsable. No quiso discutir, pero les advirtió que cerraran bien las puertas cuando ellos salieran y que no dejaran entrar a nadie. Cargando al herido, fueron al auto de Perseo. Sus neumáticos también habían sido pinchados y el auto de Diego había desaparecido.

Helena tenía a Casandra, lamentó, descubriendo que el resto de autos estaba en idénticas condiciones. Habría que cambiar los neumáticos.

Lo cierto era que quien los había pinchado era Helena. Al salir y no encontrar a Casandra, se propuso retrasar lo más posible la persecución y que Orfeo recibiera ayuda médica. Debía morir lentamente, sintiendo cómo la falta de sangre adormecía centímetro a centímetro su cuerpo para no volver a despertar jamás. Se le hacía bastante piadoso cuando lo pensaba. Lo había sido más que la muerte de Calíope, aunque claro, ella debía ser castigada también por sus malos actos, por su silencio cómplice.

Fue hace dos años cuando lo planearon todo. Aquella noche en que se enteró de que el ángel había sido la esposa de su tío. El tío Joaquín le comentó que hace diecinueve años su esposa lo había dejado. Ella tenía un amante, incluso había abandonado a Casandra fuera de una estación de policía. La odió por tal traición y borró todo rastro de su existencia, las ropas, las fotografías, todo excepto la que guardaba en su billetera. Casandra le hizo las cosas fáciles. Ella se volvió retraída, silenciosa y no tardó en llamar mamá a Adela, que había sido su niñera y que pasó a ser la esposa de Joaquín. La había presentado a su familia cuando regresó con ellos.

—Me disculpé con papá... él siempre tuvo razón sobre Diana... —le dijo él—. La odié y odié a Casandra porque me la recordaba hasta que quise encontrarla y reclamarle por lo que había hecho. Contraté un detective. Ella nunca volvió a usar sus tarjetas de crédito... no renovó su licencia de conducir ni su identificación... Ella no huyó... ¡La mataron! ¡Alguien me la arrebató!

El recuerdo de una tarde llegó a la mente de Helena. Escenas dispersas de su padre furioso, al igual que el abuelo, miradas cómplices y miedo, el miedo de haber hecho algo imperdonable.

Tan imperdonable como matar un ángel.

Creyendo que la verdad se hallaba en la hacienda Domínguez, planearon usar el ático e instalaron micrófonos y cámaras en todas las habitaciones. No lograron mucho. Nadie hablaba de Diana hasta que, sin proponérselo, oyó una conversación de Calíope en casa de sus tíos. Ella le conocía un secreto y lo chantajeaba con él, así conseguía todos los favores del hombre. El resto fue sencillo, Calíope era egocéntrica y envidiosa. No tardó en echarle el ojo al prometido de su prima sólo por el goce de jugar con la propiedad de alguien más. Y así, Franco le sacó el secreto que guardaba, ella hablaba de más cuando estaba ebria.

—Me contó que su padre tuvo una aventura con la madre de Casandra y que ella al parecer sería su hija —le dijo el supuesto novio.

Calíope se refería a Adela, ella nada sabía de Diana. Nadie supo que Casandra era hija de Diana hasta hacía unos pocos años atrás, cuando el mismo Vicente lo descubrió y comenzó a sospechar de su paternidad. La sorpresa de todos había sido mayúscula y se preguntaron quién sería el padre de Casandra. Hasta Ismael Domínguez era una opción, pero nadie se atrevió a hablar del tema, a nadie le convenía.




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