Los sueños de Casandra

XXXIII La madre que olvidé

Diecinueve años atrás

Diana terminó de guardar algo de ropa, sus joyas y ropas de Casandra, guardó el bolso en el maletero de su auto y partieron. No volverían.

Por fin su amante se había propuesto dejar de serlo y comenzarían una vida juntos.

Lo lamentaba por Joaquín. Era un buen hombre, pero no lo amaba como amaba a Alfonso. De todos lo hombres de la familia Domínguez con los que se había involucrado, él era quien se había quedado con su corazón y aunque estaba casado y se resistía a aceptar sus propios sentimientos, por fin había cedido.

Diana conducía con nerviosismo, viendo a la pequeña Casandra en el asiento trasero. Se había cubierto con una manta hasta la cabeza y ningún ruido hacía. Desde el golpe en la cabeza se había vuelto retraída y distante. Esperaba que la nueva vida que tendrían la ayudara. Últimamente ella presenciaba las recurrentes discusiones que tenía con Joaquín y eso no era bueno para los niños. Ella misma había crecido con padrastros abusivos que maltrataban a su madre y acabaron por agredirla a ella también. Huyó de casa a temprana edad y usó sus encantos para sobrevivir.

La vida era cruel, pero al menos le había tocado ser hermosa y cómo gustarle a los hombres era de lo que más sabía.

Su teléfono sonó, era Vicente.

—Tenemos que hablar, ahora —exigió, con tono enfurecido.

Ella le respondió con evasivas, pero el hombre no estaba dispuesto a ceder.

—Si no vienes ahora, le diré a Joaquín la clase de esposa que tiene y no me importará que Aurora se entere también —cortó.

Diana cambió de rumbo y se dirigió a la hacienda Domínguez. Vicente la esperaba en la casa de madera.

Allí, Vicente le exigió volver con él y dejar a Alfonso. Ella se negó, explicándole que huiría y suplicando que nada dijera a Joaquín. No deseaba que se enterara de la identidad de sus amantes, no todavía, nunca si era posible.

Él aceptó con la condición de pasar una última vez juntos en el que había sido su escondite antes de que Aurora comenzará a sospechar.

A esa misma hora, Alfonso discutía por teléfono con Josefina. Intentó explicarle que la dejaría, que se había hartado de su excesiva dedicación al trabajo, de su frialdad y egoísmo, pero la mujer tenía la agenda demasiado ocupada como para atenderlo. Hastiado, mas no sorprendido, empacó sus cosas sin saber que un inesperado polizón se había metido en el portamaletas. Apolo estaba seguro de que su padre se reuniría con la madre de Casandra y quiso acompañarlo, pero el hombre no se lo permitió. Apolo era un niño, pero se había vuelto experto en desobedecer a sus padres.

Alfonso llegó al lugar acordado y esperó. Diana le había enviado un mensaje diciendo que algo había surgido y que se retrasaría. No le importó y esperó por dos horas. Ella no contestaba a las reiteradas llamadas que le hizo y guiado por su instinto, partió a la hacienda Domínguez. Se estacionó frente a la casa principal para hablar con Antonio. Mientras tanto, el polizón se escabullía de su escondite y dirigía sus pasos hacia la casa de madera.

Había más gente allí. Vio con sorpresa a su madre, a su tía Aurora y al tío Vicente, parecían nerviosos y asustados y sus ropas estaban manchadas de rojo. El auto de la mamá de Casandra estaba estacionado a unos metros de allí, vacío. Buscó a la niña por los alrededores. No estaba muy seguro de lo que ocurría, pero comprendía que su padre tenía un secreto, del que eran parte la mamá de Casandra y ella misma, secretos que los adultos entendían y que, como espectador y hasta cierto punto participante, debía proteger también.

Y tenía miedo. Miedo de que las manchas rojas fueran sangre.

Sus pasos lo guiaron a la fuente que tanto le gustaba a la niña. Estaba de pie frente a ella, inmóvil, viendo el horror en que se había convertido y el miedo de Apolo se volvió absoluto. De manera refleja, cubrió los ojos de la niña y la oyó sollozar.

—Es una sirena —le susurró al oído—. Sólo es una bonita sirena.

La sacó de allí y no apartó las manos de sus ojos hasta que dejaron el bosque y llegaron a la carretera, dejando atrás al maltratado cuerpo de Diana, lacerado y cuya sangre había teñido completamente la bata blanca que llevaba y el agua de la fuente. Era una sirena flotando en el agua, una sirena muerta.

—Cas... ¿Alguien te vio? ¿Viste a alguien más?

Ella no contestó. Su mirada perdida daba la impresión de que se hallaba dormida, ausente y que sólo su cuerpo seguía caminando a paso lento junto al suyo.

Sabiendo que debían dejar el lugar cuanto antes, hizo parar al primer auto que apareció. Pidió que lo llevaran a una estación de policías porque él y su hermana se habían perdido. La mujer que los recogió hizo lo pedido. Apolo aseguró saber su dirección y pese a que ella se ofreció a ir a dejarlos, aseguró que su padre era muy desconfiado y podrían acusarla de secuestro. Ella se asustó, los dejó fuera de la estación y jamás comentó del incidente con nadie.

—Escucha, Cas, ellos te ayudarán. No le digas a nadie lo que pasó, lo que viste, será nuestro secreto. —La abrazó fuertemente, sabiendo que ahora que su mamá estaba muerta, ya no podría volver a verla.

No sabía dónde vivía, ni si tenía más familiares y tuvo demasiado miedo como para entrar y contar lo que había visto, con su madre, su padre y el resto de familia involucrado. Nadie descubriría que ellos habían estado allí, pues no podía confiar en nadie.




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