Los sueños de Casandra

XXXIV Paz para el ángel

Diego, Perseo y Josefina llegaron al hospital con Orfeo apenas vivo. Allí se encontraron con Simón y Antonio, que al igual que su hijo, se negó a aceptar la participación de Helena en los hechos. El teléfono del lugar funcionaba y Diego pidió refuerzos. Les ordenó dirigirse a la zona de la fuente, hacia donde ellos irían también. Todo había comenzado allí y allí debía terminar, pensó Antonio, recordando la dulce sonrisa de Diana. El recuerdo dio paso al rictus que lució en su rostro la última vez que la vio.

Aquel día, Alfonso había llegado a verlo, exigiendo saber de la mujer. Él llevaba un buen tiempo sin contactar con ella y nada sabía. Sin embargo, Agustina le informó de una conversación telefónica que había tenido Aurora, que en ese entonces todavía no dejaba la hacienda, con Josefina. Ella le informaba que Alfonso planeaba dejarla por su amante, que se había enterado por Vicente, que también había tenido aventuras con la mujer y que debían darle una lección. Ambos hombres partieron a la casa de madera.

Cuando llegaron, ya era demasiado tarde. Vicente estaba aturdido, le habían golpeado la cabeza. La cama, donde minutos antes había estado con la mujer, estaba cubierta de sangre como también el piso, las escaleras y demás lugares por donde la habían arrastrado.

Entonces fueron a la fuente y allí encontraron el cuerpo de Diana.

Y Alfonso gritó, pues había perdido al amor de su vida.

Y las mujeres rieron.

Antonio permaneció en silencio, agradeciendo que su amada esposa fuese lo suficientemente ingenua como para  sospechar de sus aventuras. Gracias a eso, ella seguía siendo inocente.

—Antonio se hizo cargo del cuerpo —confesó Alfonso—. Nunca quiso decirme qué hizo con él, era el precio por su silencio... Yo no sabía que tú eras su hija... lo supe hace poco, cuando el resto lo supo también... ¡Yo amaba a tu madre!... —Sus palabras fueron interrumpidas por el puñetazo que Joaquín le dio.

No le bastó con derribarlo, siguió golpeándolo en el suelo y Helena tarareaba al ritmo de la lluvia y de los golpes y gruñidos. La cabeza de Casandra seguía ardiendo y se sentó al borde de la fuente. Sin nadie que levantara a Vicente, a quien ya no le quedaban fuerzas, el agua empezó a entrarle a los pulmones, lenta e inexorablemente.

—¡¿La amabas?! Si tanto la amabas no la habrías arrancado de su hogar y permitido que esas hienas la despedazaran —gruñó Joaquín, dándole un último puñetazo antes de levantarse.

La venganza estaba completa y debían huir.

—Pobre Casandra. —Joaquín le posó una mano sobre la cabeza—. Tan perturbada e imperfecta. Si realmente hubieses sido mi hija, todo habría sido diferente. Espero que tú también puedas descansar en paz, igual que tu madre y el hijo de puta de tu padre —dijo, dándole una mirada a Vicente, cuya cabeza estaba completamente sumergida bajo el agua.

Cogiendo la mano de Helena, emprendió la retirada.

—Yo aún no estoy muerto. —Alfonso se levantó, tambaleante y fue con Casandra— ¡Yo soy tu verdadero padre! —aseguró, sonriéndole con el labio partido y los labios manchados con sangre.

La tétrica expresión del hombre se multiplicó frente a los ojos de la muchacha, cuya condición febril empeoraba rápidamente.

Joaquín se detuvo en seco, regresando sobre sus pasos. Empujó a Alfonso, que cayó de espaldas sobre el fangoso suelo y cogió a Casandra, pegándole el cuchillo con la sangre de Vicente en el cuello.

No sabía si reír o llorar. Todos parecían querer ser el padre de alguien tan imperfecta.

No.

Todos querían que una parte de Diana les perteneciera. Y ya nadie iba a seguir reclamando lo que por derecho debía haber sido suyo.

—Te quité a Apolo, te quité a Aquiles. Si dices que Casandra es tu hija, entonces te la quitaré también.

Incapaz de acercarse porque Helena lo sostenía, Alfonso vio a su hermano alzar el cuchillo para apuñalar a su hija. El golpe fue interrumpido por alguien que lo embistió por detrás. Vestía de negro y se escabulló entre la lluvia, regresando de la muerte.

De un certero puñetazo aturdió a Joaquín y se apresuró a coger a Casandra entre sus brazos. Le parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que la estrechaba.

—¡Debías quedarte muerto! ¿Por qué volviste, tonto? ¿Por qué no me escuchaste? —lloró ella, aferrándolo con fuerza.

Él le besó la sien, frotándole la espalda tiernamente. La muchacha ardía y debía sacarla de la lluvia de inmediato.

—Apolo... Casandra... es tu hermana —declaró Alfonso, libre del agarre de Helena, que intentaba despertar a Joaquín con desesperación.

—¡No es cierto! —Apolo se levantó, sosteniendo a la muchacha para llevársela, esta vez de manera definitiva, todos los demás se podían ir a la mierda.

Ya nadie le impediría ser feliz con la mujer que amaba. Su padre no lo había logrado, pero él lo haría, nadie le arrebataría a quien amaba, ni con la  horrorosa argucia de que eran hermanos.

—¡Hice una prueba de paternidad! —gritó desde el suelo, intentando ponerse de pie. La cabeza le dolía y estaba un poco mareado.

Apolo se detuvo y un agudo miedo lo invadió, tan intenso como el que había sentido en aquel mismo lugar diecinueve años atrás; el miedo a perderlo todo en un parpadeo. El destino no podía ser tan injusto, no después de todo lo que habían pasado para estar juntos al fin.




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