Ise vive en un régimen al que cree se ha acostumbrado y su vida pasa en medio de un ritual que se lleva de en suspiro en suspiro la única energía que tiene.
Es consciente de que no puede —debe— cambiar; puesto que en sus manos está el control de muchas... cosas.
Sabe —vió y sintió— a la perfección que le pasa a las personas con las cuales llega a forjar un vínculo que le haga sentir; es arrancado de raíz.
El jovencito de sonrisas amables e inocentes —las cuales tenía que ocultar—, que veía sin falta el atardecer y que solo deseaba un amigo —o alguien a quien querer—. Ya no está.
Se congeló.
Ruh encuentra a alguien que no tolera el tacto, las conversaciones y mucho menos ser el centro de atención —aunque es inevitable—. Encuentra a alguien desinteresado con el mundo maravilloso frente a sus ojos y que parece ser... alguien que no tiene alma en el cuerpo.
Lo único que parece generarle algo es el cerezo que va a visitar todos los días al bosque.
Para Ise el que Ruh llegue a su vida significa solo dos cosas: problemas y... muerte.
Eso es lo que pasará si permite que siga acercándose, pero no es capaz de hacerlo... porque Ruh parece tener —y ofrecer— todas las cosas que aún desea en el fondo de su corazón.
Ruh acompaña a Ise en medio de una encrucijada dónde él deberá luchar por quién desea ser y quién debe ser.
Encontrar el equilibrio del sentir y el no sentir es difícil, quizá hasta imposible, pero las almas están hechas para descubrirse, para encontrarse, así lo ha dictado —o no— el destino.