Los tatuajes de Julieta

1 - Julieta y Marco se conocen

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Julieta prepara su maletín con los viejos cuadernos rayados con sus arrebatos artísticos, de esos que surgen en medio de aburridos monólogos de profesor conductista. Por otra parte, Marco ya tiene todo listo en la mesa junto a la puerta de su habitación desde la noche anterior, todo tan limpio y ordenado como siempre. El día ha iniciado en una ciudad populosa de Colombia. El aroma de los gases de vehículos con personas apresuradas se amontona en la atmósfera. Los pitidos incesantes producto del afán y el desasosiego son la señal de un nuevo día. Tanto Marco como Julieta están en la misma ciudad, a unas pocas cuadras y en camino al mismo plantel educativo, no obstante, sus corazones están a la expectativa de dos mundos distintos: Para Julieta, la escuela es un terrible lugar donde se sentirá sola, maltratada y en el que las horas parecen hacerse más lentas por cada bocanada de aire que se le ocurre inhalar. Para Marco, un mundo lleno de oportunidades, halagos y miradas agradecidas que hace que sus horas de escuela se pasen tan rápidas y llenas de emoción que suspira ante la idea del poco tiempo que durará.

En casa de Julieta es hora de desayunar. 

—¿Quieres huevos o quesito en tu arepa muchacha? — pregunta la abuela de Julieta que la aguarda en una cocina cuya isla es una mesa de madera vieja cubierta con un mantel plástico de cuadros de colores tan disparejos que no provoca verlos.

—Quesito abuela. — se sentó con el pequeño maletín hecho de retazos de pantalones viejos que ella misma confeccionó, pero tan plagado de tinta y mugre que no se logra ver la belleza de un diseño impecable.

—Hágale pues — le sirvió mirándola con ternura. — ay mijita, ¿vas a ir con esa pinta al colegio el primer día de clase?

—¿Qué tiene abuela? — Julieta le zampó un mordisco enorme a la arepa sin cuidar cómo le llenó la cara de queso y mantequilla. — Es la pinta del domingo ¿Me entiende? — le guiñó el ojo.

—Bueno mija… — observó su blusa de cuello ancho que le descubría un hombro con las tiras del sostén a la vista. Notó que a duras penas se había pasado la peineta hacia un lado que dejaba al descubierto un pedazo izquierdo de la cabeza rapado con tres líneas de mechones más poblados de pelo. Sus brazos llenos de manillas sucias. Sus orejas, nariz y boca perforadas estaban invadidas de joyas de diversas formas.  — igual, se porta bien,— continuó la abuela—  que su mamá tuvo que mover cielo y tierra para meterla ahí. Es un buen colegio. — y siguió sirviéndose ella misma el desayuno.

—Yo creo que me sacan hoy mismo. — comentó Julieta tomando un sorbo de aguapanela caliente.

 

Y mientras nuestra Julieta se dedicaba al pensamiento depresivo, el buen Marco terminaba el desayuno abundante que su organizada pero muy local familia le había preparado: Arroz, huevo, tomate picado en cuadritos, arepa, pan, jugo de naranja con vitaminas que lo enrojecían y un buen café con leche.

—¿Entonces mijo? — interrumpía el desayuno el papá — ¿A cuál universidad quiere ir al fin? — Marco no paraba de comer.

—Papá ya voy tarde.

—¡Qué va hombre! ¡usted nunca llega tarde! Pero yo si necesito saber desde ya a qué me voy a atener, la economía familiar no da para todo lo que se merece su esfuerzo.

—Bueno papá, será esperar en la gracia de Dios que nos provea. De todas formas, no hay esfuerzo que pague lo que ya Dios nos ha dado. Cualquiera sea su solución la tomamos y la gozamos. — se dio el último bocado y se levantó sin dejar a su padre terminar lo que seguía.

Marco salió despidiéndose de abrazo y beso a sus padres. Como alma que lleva el diablo, escapó por la puerta de metal adornada con vitrales de flores.

—Mijo — comentó doña Maribel, madre de marco a su esposo. — usted sabe que para él ese temita es complicado.

—Pero no termino de entender el por qué. De todas formas lo más seguro es que se gane la beca, entonces por dinero no es. ¿Será que no quiere estudiar medicina como nos ha dicho?

—De pronto, pero de momento no lo moleste, espere que salga del colegio y decida.

—Bueno, está bien, será tener paciencia — se daba un sobo de café amargo.

Caminaba Marco en uno de esos días soleados, llenos de polvo y olor a polución. Camino a la escuela se encontró con un par de amigos, Fabio y Marcela, que lo esperaban en la esquina de un negocio que vendía buñuelos anhelados por bocas de todo el barrio. Desayunaban a su manera, charlando con las mejillas plagadas de pan de queso y buñuelo caliente.




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