Imponente es la rancia y melancólica, la ciudad de lo Común, por donde anduvo aquel a quien llaman Zantaél, tenido entonces por un engranaje más del vulgo. Criatura feroz e incluso malvada ante bastantes ojos, en realidad le invadían muchos miedos y ansiedades, apenas comprendidos por los demás alrededor. Pero la sangre le hirvió, su mente resonó desesperada y exigió rebelión. Llegó un momento en que por fin encontró coraje, entonces abandonó los Campos Cotidianos, que tan mal le hacían sentir, y atravesó las Puertas de lo Extraño.
El calor infernal y los polvos que asfixian, precipicios, grietas y rocas afiladas, he allí desiertos y páramos terrosos. Luego la oscuridad profunda, donde hay charcos, ranas y arañas, así eran las grutas infinitas en que habitó, casi arrepentido por su osadía. Se adentró, más profundo, más profundo, más profundo... hasta que le pareció observar una luz, lejana y serena, hacia allá caminó, al encuentro con el mítico Cacto Naranja, cuya savia luminosa sana todos los males, en tanto la ensalada calma la sed y el hambre. Gracias a ese alimento, el cavernario se tornó como inmortal.
Aires de monotonía soplaron al ermitaño semi-dios, puesto que los lugares áridos ya no le evocaban suficiente agrado. Se puso a recorrer de un sitio a otro, deseando hallar un gran río, lago o laguna. Los astros irían y vendrían, hasta llegar al otro lado de un gigantesco acantilado.
Como culebra de cristal iban las calmas corrientes, néctar sacro para todas las plantas, y el sonido de una bienaventurada risa inundó el sitio. El recién llegado acampó sobre una colina boscosa; las suaves aguas acariciaban el contorno de la ensalada, en cuyo interior el bronce espinoso decoraba para fortuna del explorador.
El sol somnoliento y su luz cobriza, en tanto Zantaél yacía recostado bajo árboles sombríos, en ese momento sonaron tres notas metálicas, dulces y breves, con lo cual su ser sintió conmoción. En la distancia se miraba a un enamorado del eco, que ensayaba sus silbidos desde la cima de enorme monolito negro: Vuela con vistosa elegancia, sus ojos como el atardecer penetran por casi todas direcciones, con lo que Zantaél cae en hipnosis. Se detiene encima de los cabellos de Flora, ahí permanece oculto tras divinas trenzas, entonces comienza el fluir de su verdadero cántico, breves notas tristes, con ritmo tierno y que evoca gran enigma. A partir de ese día el ermitaño comenzó a observar hacia los árboles, en búsqueda de los Cuicacoches, los de miles de voces dulces. Pronto se dio cuenta de que andaba en tierra de artistas: Chipes, Calandrias, Perlitas, Martínes Pescadores, Chíngolos, Carpinteros y las gloriosas Garzas.
Acaecía que durante cada sueño Zantaél era capaz de alzar vuelo. Tan sólo respiraba en calma, luego movía los brazos como si nadara, y así empezaba a levitar. Fue durante esos días de paz que lo intentó en plena vigilia: “Medité profundamente hasta llegar al abismo, de inmediato comencé a sentir las nubes; al abrir los ojos me percato ¡Lo conseguí!”. Desde entonces nadó en el aire hasta más allá de las copas de los árboles, cerca de los pájaros, siempre procurando no causar molestia. Aprendió sus artes en modo extraordinario, con lo cual fue capaz de llamar como ellos e incluso cantar, y él se entretenía al conseguir bellísima música, a la vez que se deleitaba con la melodía y despliegue de los bienamados. Así vivió a través de los siglos, renovado y fuerte por el cácto naranja.
Editado: 08.04.2019