Los Templos de la Eternidad

Leer las piedras

Me susurra el viento desde el mar zafiro, con ello se enciende un deseo: Quiero alzarme de entre las rocas primordiales en que ando. Ahora mi conciencia se halla calma, los músculos firmes pero ligeros, así llego a mayor altura, me acerco a las palmeras y extiendo la mano ¡Cuán suave es la caricia del dosel vegetal! Y allá unos pelícanos ¡Les sigo con fuerte arranque! Ellos veloces, cual balas acá y por ajullá. Entonces aparece Ésculaz, y los pelícanos cambian su temple y se acercan a él; le honran moviendo el cuello, y comienzan con su plática aérea. Yo les acompaño por debajo.

–¡Señor, a sus ordenes –se dirigen con muchísimo respeto, tono fuerte y solemne–!

–¡Queridos hermanos –y también mueve el cuello en gesto de honor–! Mucho gusto verlos de nuevo. Vengo con visita ¿Hace cuánto que un mortal no recorría estos senderos?

–¡Miles de años! Apenas y los recordábamos –luego volvemos a tierra y los pelícanos efectúan otra reverencia, ahora para mí.

El sabio de plumas verdosas emite un chiflido, con lo que los pelícanos se transforman en Cuicacoches como él, pero de colores grises que tiran al marrón. Silba de nueva cuenta, así él y sus súbditos llegan al tamaño de un elefante. El suelo se agrieta y un horrible escándalo enmudece a las olas, porque con sus picos elegantes rompen la roca. He allí una biblioteca natural, según dice Ésculaz, enterrada hace millones de lunas; sus libros fueron escritos en lajas calizas, que versan acerca de huesos, huellas y otros fenómenos. Ahí vi grabados extraños huesesillos, como horquillas unos, cual brazos otros.

–Los restos de pájaros desconocidos –afirma uno de los súbditos–. Aquí observas los vestigios de alas primitivas.

–Pero no ha sido revelado cuándo ni cómo se forjó la armadura sacra –explica otro de ellos. De repente nace un árbol, pino de días pretéritos.

–¡Oh, los bellos árboles! Pudo ser que allá migraron, donde las plumas danzarían con el aire por primera vez –ocurrió que las hojas se marchitaron, y acto seguido llegaron cientos de insectos volantes.

–¡Señores del mundo! ¿Por su sabor fue que los reptiles se levantaron, como nueva manera de cazar –los bichitos se fueron, y quedó un tronco desnudo. A una de sus ramas llegó una golondrina, y trepó hacia arriba con paso lento, ayudándose del batir de sus plumas–?

–Tal vez el osado acto de escalar –dijo la golondrina–; por curiosidad, por escape, o a causa de cualquier otro azar. Quizá ello nos preparó a los reptiles para el vuelo –y al escuchar esa palabra, “reptiles”, me siento confuso otra vez.

–Maestro –yo me dirijo–, imagino que usted tiene la respuesta.

–Hermano, lamento decir que aún no se ha resuelto ese arcano ¡Ustedes serán los honrados –entonces se escucha un rugido, de la arena brotan dos conchas como de caracol, y en medio se levanta un amplio portón; rechinan sus puertas de laja, y emerge nueva luz–!

–¡Gran modo para comenzar –exclama otro siervo–! En los últimos siglos han llegado nuevas obras a la biblioteca ¡Espléndidas que son!

–Será un gusto y honor el nutrirme con sus saberes –continuó el visitante–, pues anhelo ahondar hasta dónde pueda en los misterios emplumados.

Atraviesan el portal y se deleitan con los colores ocre y ámbar del otro lado, donde una fina biblioteca de madera y roca arenosa. La sala es amplísima y redonda; en medio hay un barandal cual gran óvalo, y se observa desde ahí que los pisos son infinitos de arriba hacia abajo ¡Con estantes llenos de libros, hasta la eternidad! La literatura era de todos los tipos concebidos: Pergaminos, amoxtlis de piel, papel de junco, papel de bambú, tablillas de piedra, tablillas de barro cocido, libros de todo formato, revistas y periódicos, junto a tantos más. Ah, y para sorpresa de Zantaél, los pasillos no estaban solos, porque iban y venían ¡Centauros por allá y por acá! Unos leían, otros barrían con escoba de ramas, o acomodaban los textos.

–Puede que un día agreguemos material electrónico –dijo una centaura, quien se acercó e hizo muestra de reverencia y saludo a ambos.

–Gracias por la bienvenida –responde el errante con igual gesto– ¡Muy asombrosa es la civilización de ustedes los Tototlacas!

–Oh, gracias. Sólo que existe un detalle: Nosotros no somos Tototlacas.

–Ah –responde apenado–.

–Jejeje –ríe breve y con tono calmado–. Más adelante los conocerás, de momento te exhorto a que te empapes de sabiduría en letras. Por cierto, yo soy Constanza.



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En el texto hay: ciencia, dinosaurios, aves

Editado: 08.04.2019

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