Los Testigos

Capítulo: 1

Morgan Tremblay a sus veintiún años, era una pesadilla para cualquiera cuando se encontraba de mal humor. 

Aunque aquella mañana la pelirroja estaba bastante absuelta en sus pensamientos. Revolvía una y otra vez el té de menta que había servido en su taza y lo único audible era el suave tintineo que hacía la cuchara al toparse con las paredes interiores de porcelana. Mantenía su mirada fija en alguna parte de la cocina. 

No era secreto alguno que para ser tan joven tenía un temperamento realmente difícil. 

La mayor parte de su vida se la había pasado en clases de equitación, esgrima, danza o alguna ciencia avanzada que pocos comprenden. No existía disciplina alguna que ella no hubiese dominado por completo.  

Pero a pesar de ello, Morgan no era feliz. 

Era el clásico estereotipo de una chica rica a la que le habían exigido durante toda su infancia. Morgan permanecía demasiado ensimismada cuando su primo Aydan entró en la cocina y abrió el refrigerador. 

"¿Qué tan malo sería lo que iba a hacer?" se preguntaba una y otra vez en silencio. 

—Seguramente ya se ha enfriado— señaló el rubio al dejar una botella de leche sobre la isla que estaba situada al centro de la cocina. La pelirroja por fin salió de su trance y le miró con el entrecejo fruncido. 

—¿No tienes que estar en algún otro lugar? ¿O ya te han expulsado del nuevo colegio?— preguntó en el tono más mordaz que le había sido posible. 

—Para tu información voy de maravilla en la escuela— se defendió Aydan mientras vertía un poco de leche en un vaso, —Todas las materias aprobadas— 

—Tus bajas calificaciones solo se suman a las vergüenzas que haces pasar a esta familia—

—Es mi último año de preparatoria— se defendió. Le dio un trago al contenido de su vaso y después agregó: —El próximo semestre iniciaré la universidad ¿Y quién sabe? A la mejor y termino igual de amargado que tu—

—Muy gracioso— ella puso sus ojos en blanco y después le dio un trago a su té. 

Aydan dejó el vaso en el fregadero y salió de la cocina. Morgan no tuvo que moverse ni un poco para escuchar cómo el rubio hacía gritar a su hermanita—la pequeña Darcy Tremblay— y a pesar de que intentó evitarlo, una sonrisa logró asomarse en su rostro. 

Dejó su taza a medio terminar en la isla de la cocina y salió de ahí. 

Uno de los muchos beneficios que traía ser ella, era el hecho de nunca ser cuestionada. Por lo que al salir de aquella enorme casa nadie se atrevió a preguntarle a dónde iba y las personas del servicio ni siquiera se atrevieron a mirarla. 

Desde la partida de sus abuelos Morgan se había vuelto más testaruda y su carácter que de por sí ya era fuerte, solo había empeorado. 

Subió a su mini cooper azul eléctrico perfectamente pulido y lo puso en marcha. 

Cualquiera que viera a aquella pelirroja vestida con esa blusa de lino, gabardina beige, jeans y bolso de diseñador sobre aquel carro, jamás hubiese imaginado el tipo de música que estaba escuchando. 

Desde muy joven Morgan tenía un gusto culposo por la música rock. A escondidas de su madre en sus altavoces o audífonos siempre sonaban grupos como Scorpions, Evanescence, The Score o Bring Me The Horizon. Estaba segura de que su madre diría que eran solo gritos. 

Ese lunes, Morgan se encontraba aún de peor humor de lo que solía estar. Y es que, las noticias no paraban de hablar de la salida de uno de los últimos socios del corporativo "Tremblay". Su madre le había pedido que no se preocupara, y cuando lo hizo utilizó aquellas palabras que ella tanto odiaba escuchar. 

—No son asuntos que una niña pueda resolver cariño— le había dicho. 

Morgan odiaba que le dijeran que era una niña. ¡Tenía veintiún años! Legalmente era una adulta en cualquier parte del mundo y odiaba cuando sus padres ignoraban aquel hecho —Sobre todo su madre, quien insistía en llamarla con aquella palabra—. Creía que no era lo suficientemente madura para que se entrometiera y por ello le pedía que ignorara la situación. 

Pero aunque quisiera, no podía evitarlo. 

Deseaba con todas sus ganas que su abuelo estuviese ahí, sobretodo en aquellos momentos. Su abuelo siempre había sido demasiado hábil para tranquilizarla. Pero, desde la muerte de George Tremblay, Morgan se había sentido bastante sola. 

Casi abandonada. 

En un intento de lidiar con la muerte de su abuelo, Morgan había estudiado aquellos números. Antes de comer, de dormir e incluso entre clases. Sabía perfectamente la situación en la cual se encontraba su familia. Conocía cada movimiento, transacción, gasto o ingreso que entraba a cualquiera de las cuentas del corporativo. Inclusive podría recitar aquellos números como si de un poema se tratase —Si así se lo pidieran—. 

Pero, ese no era el caso. Sabía que necesitaba hacer algo, pero de igual manera tenía en cuenta que prácticamente necesitaba de un milagro para lograr pagar su próximo semestre en la universidad. Entonces fue cuando aquella idea se le vino a la mente. 

Como quien no quiere la cosa, un día se acercó al castaño pirómano y de la forma más discreta le preguntó. 

—Solo hacemos eso los sábados por la noche— le respondió. Morgan creyó que no haría preguntas, hasta que al irse alejando logró escucharle preguntar: —¿Acaso tendremos el honor de que una Tremblay se nos una?—

Por supuesto que ella no respondió. Ni siquiera se dignó a darle un último vistazo. 

Pero aquel lunes no dejaba de pensar en aquello. Mientras aparcaba su carro en el lugar en el que solía estacionarlo cada que tenía aquella fastidiosa clase de las ocho de la mañana, Morgan se convenció así misma que tendría que volver a dirigirle la palabra al piromaníaco. 

Soltó un suspiro y hecho una última mirada a su maquillaje en el retrovisor. Para bajar de su carro tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas; pero, una vez que estuvo caminando en dirección a su respectivo salón de aquella clase, lo hizo con ese paso tan seguro que prácticamente tenía patente. Y obviamente ella era la dueña de esta. 




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