El agua era tranquila y silenciosa, pero el peso de la ciudad sobre Kael era abrumador. Vaelora, con su belleza fantasmal y su misterio acechante, parecía estar viva, respirando en armonía con el océano.
Caminaban sin hablar. A su alrededor, las luces del mercado parpadeaban con lentitud, y las sombras de mantarrayas se proyectaban sobre los techos curvos como augurios.
Kael iba en medio. Yara abría camino con la mirada firme, mientras Mael caminaba a su lado sin mirarlo directamente. El roce casual de sus manos, tan natural el día anterior, ahora parecía imposible. La noche compartida aún flotaba entre ellos como una palabra no dicha. Y aunque los labios de Kael aún recordaban el calor del beso, el silencio ahora pesaba más.
Fue Yara quien rompió la tensión.
—El pergamino del Coral Susurrante… hay algo en esa espiral —murmuró, sacándolo con cuidado de su túnica—. No es solo un sello. Es un código de acceso.
Kael frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
Yara lo sostuvo con la mirada, y durante un momento, una sombra de orgullo y tristeza cruzó sus ojos.
—Cuando trabajé para los Custodios, tuve que aprender a leer los patrones mágicos que se usan para cifrar mensajes. Los sellos del Consejo no son simples dibujos: tienen trazas de energía que solo pueden verse bajo ciertas condiciones. —Sacó un pequeño cristal violeta de su cinturón y lo sostuvo sobre el pergamino. Una luz suave se reflejó en la superficie, revelando símbolos flotando bajo la tinta.— Ves esto? —dijo, señalando el espiral que parecía girar sobre sí mismo, emitiendo diminutas chispas azuladas.— Esa espiral no solo identifica a alguien del Consejo. Es un pase directo. Una clave para abrir cámaras de seguridad… o para acceder a registros que nadie más debería ver.
Kael tragó saliva.
—Entonces… quien dejó esto, quería que lo encontráramos.
—O quería atraernos —replicó Mael con dureza.
Yara cerró el pergamino con un chasquido seco.
—Por eso tenemos que saber quién lo escribió. Y qué busca.
Mael frunció el ceño, y por un instante sus dedos se cerraron con fuerza sobre el mango de su espada.
—¿Tienes idea de quién pudo haberlo escrito? —preguntó Mael, su voz tensa.
—No aún —admitió Yara—. Pero sé dónde podemos averiguarlo.
Kael parpadeó.
—¿Dónde?
Yara sostuvo el pergamino entre sus dedos.
—Este espiral… no es solo un emblema. Es una firma energética. Cada consejero de Vaelora deja una huella distinta en sus sellos. Si exponemos este pergamino al Cuenco del Silente… podrá reproducir la resonancia mágica y decirnos a quién pertenece.
Kael lo miró, intrigado.
—¿Qué es el Cuenco del Silente?
—Un santuario sumergido. Es una sala de ecos, donde se guardan grabaciones antiguas hechas en agua sellada. Pero también puede leer firmas mágicas. Es como… una memoria líquida. Si alguien usó este sello, el Cuenco podría mostrarnos su rostro… o al menos un fragmento de quién es.
Kael asintió, su mente aún dividida entre el presente y el recuerdo de Mael sobre él, sus labios, sus palabras. Lo miró de reojo. Mael evitó su mirada.
El camino hacia el Cuenco los llevó por túneles más profundos de la ciudad, donde el vidrio se mezclaba con raíces de coral fosforescente y donde la presión del océano parecía hacerse más densa.
Llegaron a una cámara redonda, custodiada por dos figuras envueltas en capas negras, con tatuajes que brillaban bajo la luz líquida. Uno de ellos extendió una mano, y Yara le mostró el pergamino.
—¿Quién te dio esto? —preguntó el guardia.
—No lo sé —respondió ella, con tono firme—. Pero lleva el sello correcto. Y venimos en busca de verdad.
Los ojos del guardia parpadearon como brazas marinas. Tras unos segundos de silencio, se apartó.
—Cinco minutos. No más. El Cuenco no responde bien a los intrusos.
Entraron en la sala. El aire era denso y resonante, como si cada respiración se expandiera en ecos. En el centro, un estanque redondo, profundo, cubierto por un domo de cristal oscuro, brillaba tenuemente.
Kael se acercó, y sin saber por qué, sintió un tirón en el pecho. La esfera, oculta bajo su ropa, vibró como si reconociera algo.
—¿Qué… es esto? —murmuró.
Yara se arrodilló junto al agua y pronunció unas palabras en una lengua olvidada. El Cuenco respondió: ondas suaves aparecieron sobre la superficie, y del fondo comenzaron a surgir imágenes distorsionadas como sueños rotos.
Primero fue una voz. Borrosa.
—El fragmento… debe ser sellado. No debe caer en manos de Lysandor.
Kael se tensó.
—¿Escucharon eso?
Mael asintió, pálido, sin apartar los ojos del agua.
Después apareció una figura apenas visible, envuelta en sombras. Su rostro no se distinguía del todo, pero sus rasgos parecían familiares, como si hubiera estado alguna vez en los recuerdos de Kael. Tenía el cabello oscuro, y un leve fulgor plateado en la piel.
—¿Quién es? —preguntó Kael, con la voz apenas un susurro.
—No lo sé —respondió Yara, pero su tono sonó más vacilante de lo habitual.
La imagen se desvaneció en un remolino de burbujas, dejando solo la superficie del agua temblando. Kael se quedó mirando fijamente, tratando de retener cada fragmento que había visto.
—Eso… —dijo Mael en voz baja—. No era una memoria antigua. Era reciente. Alguien está hablando sobre el Núcleo… aquí, en Vaelora.
Kael se giró hacia él.
—¿Crees que tenga que ver con el símbolo en el pergamino?
Mael bajó la mirada.
—Es posible. O… puede ser una trampa para atraernos. —Alzó la vista hacia Kael, y sus ojos se endurecieron—. No podemos fiarnos de nada en esta ciudad. Ni siquiera de lo que vemos.
—¿Mael? —insistió Kael, sintiendo la misma punzada de duda en el pecho que lo había perseguido desde la taberna—. ¿Tú sabes algo que no me dices?
Mael abrió la boca como para responder, pero Yara lo interrumpió, con la voz baja y cortante.