Enola Martín
La felicidad me desbordaba porque Dorian, finalmente, me había pedido que fuera su novia. Pero la emoción venía con un nerviosismo punzante: me había invitado a su casa esa misma noche para conocer a sus padres.
Mi misión era causar una buena impresión. Elegí con esmero la mejor ropa que había en mi armario; era de bajo costo, sí, pero me sentía excepcionalmente hermosa ese día. Me contemplé en el espejo: mi cabello rojo caía sobre mi espalda. No usé maquillaje, pues mis recursos no lo permitían, pero apliqué un ligero brillo labial para destacar mis labios carnosos.
Sonreí, sintiendo mi corazón palpitar con una fuerza inusitada. Él era mi primer novio, el chico que por fin me había elegido para vivir esta experiencia que yo soñaba que sería hermosa.
Mi padre no estaba en casa, y di gracias por ello. No quería darle explicaciones ni permitir que arruinara mi velada. Mi madre, Amélie, se quedó observándome, quieta en el umbral de la puerta.
—¿A dónde te diriges? —inquirió Amélie, con una aspereza poco común—. ¿Ya le pediste permiso a tu padre para salir?
Amélie estaba aterrada ante la posibilidad de que mi padre regresara y yo no estuviera. No soportaba el control que intentaba ejercer sobre mí, resultado de la violencia que ella misma padecía.
—Voy a salir, mamá —le informé, sintiendo la ansiedad invadirme—. Voy a salir con un chico.
—¿Tu padre lo sabe? —insistió, con una voz estridente y agresiva—. Porque no voy a hacer de encubridora.
—Tengo dieciocho años, mamá —le recordé, firme—. Además, no voy a hacer nada malo… Solo quise que lo supieras tú, al fin y al cabo, también eres mi madre.
—Mientras vivas bajo este techo y nuestro régimen, vas a respetar las reglas —ordenó con la rigidez de un sargento dictador.
—Me voy —concluí, agotada de la confrontación—. No voy a permitir que me amargues la noche, mamá.
—La noche se te amargará cuando tu padre regrese. No digas que no te lo advertí.
Descendí los escalones del edificio antiguo, cubiertos de suciedad y un olor nauseabundo, cortesía de la falta de colaboración de los residentes. Odiaba dónde vivía; sentía que no encajaba en ese caos, en esa jaula polvorienta y opresiva.
Dorian me esperaba en su coche, apoyado en la puerta frente al edificio. Le sonreí mientras me acercaba. Al llegar a él, lo besé apresuradamente. El beso disipó mi ansiedad y diluyó mi culpa. Por un momento, me olvidé de mis padres controladores y del desorden de mi vida.
Alcanzarlo fue un refugio. Me aferré a su camisa, y él me rodeó la cintura, atrayéndome. Fue solo entonces que pude respirar con normalidad.
—¿Estás lista? —preguntó, separándose un poco—. Mis padres están impacientes por conocerte, Enola.
Sonreí. Siempre había creído que nadie me quería, que yo no era importante y que nadie jamás me escogería. Me sentía increíblemente afortunada de que Dorian fuera por fin mi pareja; de su elección dependía que no me sintiera más insuficiente.
—¿Podemos irnos ya? De verdad, no quiero seguir aquí —confesé, apartándome de él.
—¿Pasó algo con tu padre? —preguntó, mientras me abría la puerta del copiloto—. ¿Te hizo daño?
—No, no me ha hecho nada… por ahora.
Puso el auto en marcha sin dejar de mirarme con una atención inusual.
—Me siento inútil. No puedo hacer nada. Por eso estoy buscando trabajo, Enola. Quiero sacarte de allí.
—Escucha, Dorian, no te conté esto para provocar lástima o para que te sacrificaras. Solo quería desahogar lo que sentía.
Sin embargo, sentí una calidez maravillosa en el pecho, una sensación de disnea causada por la ilusión del primer amor. Y por saber que él estaba dispuesto a todo por mí. Era una bendición poder confiar en alguien.
Pero algo no estaba bien. Nos detuvimos en un lugar que no se parecía en nada a la casa de sus padres. Confundida, lo miré, y él me devolvió una mirada completamente distinta, una que nunca había visto, como si quisiera devorarme.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, con el corazón latiendo a mil—. Creí que íbamos a conocer a tus padres.
—No, hoy no conocerás a mis padres, Enola. He cambiado de opinión —dijo, lo que me produjo una desilusión inmediata.
—¿Por qué?
—Están de viaje —respondió—. Discúlpame, pero no quise cancelar nuestra velada.
—¿Y por qué me trajiste aquí? Esto es un hotel de mala muerte donde la gente… —me quedé callada, sin poder articular la palabra, sintiéndome indignada por el trato.
—Están fumigando mi casa.
La oscuridad en su mirada no me ofrecía ninguna confianza.
—No, no voy a entrar contigo ahí —me negué, quitándome el cinturón—. Conozco esa historia, Dorian. Les ha pasado a muchas mujeres.
—No va a suceder nada que no quieras, nena —intentó convencerme, tratándome como a una ingenua. Podría engañar a otras, pero yo sabía que a esos lugares no se iba a charlar.
—Claro —murmuré—. No soy estúpida, Dorian. ¿De verdad me ves cara de tonta? Porque si es así, te equivocas terriblemente.
Una vez fuera del coche, Dorian protestó, tirando de mi brazo para que acatara su voluntad. Al darse cuenta de que no cedería, su máscara de caballerosidad se desvaneció.
—¿De verdad creíste que conocerías a mis padres? ¿Una chica pobre como tú? —se burló—. No estás a mi altura, Enola.
Sentí cómo mi corazón se hacía añicos dentro de mi pecho. La desilusión me golpeó, creando un torbellino de ansiedad que me cortó la respiración, pero no le daría la satisfacción de verme derrumbada.
—No eres más que un estúpido inseguro que necesita mentir para acostarse con alguien… Y tener que recurrir a eso demuestra que no eres tan popular después de todo.
—Todas matarían por una noche conmigo —replicó con altivez—. O mírate, todavía te costaba creer que te invité a salir.
—Si todas matarían por estar contigo, ¿por qué me estoy negando entonces? ¿No crees que ya estaríamos dentro? No seas ridículo. ¡Ni aunque me pagaran diez millones de dólares, jamás estaría contigo, imbécil!
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Editado: 20.12.2025