Los trillizos de mi Sugar daddy

Un caballero desbordado de intensidad

Narra Boran Sabanci

Enola tenía exactamente lo que yo deseaba en una mujer que no fuera mi esposa. Hacía tanto tiempo que no me sentía tan motivado, pero aquello que parecía ser lejano se cumplió. Yo estaba teniendo un encuentro sexual con una mujer que no era mi esposa; la diferencia era que mi esposa no me gustaba, pero Enola sí.

Sus chillidos de placer, esos sonidos me estaban volviendo loco. Su manera de comunicarme que no me detuviera con tan solo aquellos gestos, la ternura que desprendía, el olor dulce que despedía... Se convirtió en mi perdición.

—Hazlo, hazlo de nuevo —me pidió aturdida, necesitada— por favor...

—Te deseo tanto —le dije sin cohibirme a aquella desconocida que había incendiado una intensa llama ardiente en el interior de mi cuerpo. Mi cuerpo estaba empezando a desearla demasiado, pero primero quería regalarle esto: que se acostumbrara a mí, que estuviera familiarizada conmigo en la intimidad.

—No te detengas —murmuró con la respiración agitada, como si estuviera sedienta y necesitada. Sus ojos me miraban con tanto deseo y con tanta intensidad igual que los míos a ella. Hacía años que no experimentaba tanta pasión y me olvidé de lo mucho que extrañaba satisfacer a una mujer. Había olvidado por años cómo se sentía.

—Siempre he estado soñando, Enola, con una mujer como tú —pronuncié, conforme mis dedos se fundían con la humedad que desprendía esa piel suave y sensible—. No sabía que necesitaba tanto tenerte contra mi piel acariciándote hasta que apareciste, preciosa.

—No me digas eso —murmuró—, entonces voy a creer que es cierto.

—Lo es, Enola. Sé que es demasiado pronto, pero es lo que yo siento. ¿Para qué ser fríos si podemos ser lo que nosotros queramos en este convenio?

—Dios mío, Dios mío, Boran —dijo en un murmullo mi nombre—, ¿qué me estás haciendo?

Volví a su boca y la devoré, mientras mis dedos continuaban atacando aquella piel sin parar, resbalándose, empapados de su excitación. Y luego volví a succionar sus pezones conforme con mi lengua proporcionaba caricias.

—Serás mía, solo mía Enola —sentencié mientras me prendía de su piel—. Quiero que seas mi mujer, me muero por estar dentro de ti. Lo deseo con locura.

Entonces estalló en mis brazos; lo supe cuando su cuerpo se rindió ante mí, cuando tembló y se aferró a mi cuello, y cuando su respiración agitada delató lo que provocaron mis intensas caricias.

Y luego se aferró a mí a descansar. Podía sentir su respiración en mi cuello y por fin tenía la paz de saber que lo que antes anhelaba con cada parte de mi ser se cumplió: finalmente Enola estaba conmigo, en mis brazos.

—Deberíamos quedarnos aquí —dijo mientras su cabeza descansaba en mi cuello. Cerré los párpados y respiré profundamente para capturar más su agradable aroma a chocolate. Su respiración tibia cosquilleaba en mi piel, incrementando la excitación en mis pantalones.

—¿Por qué? —pregunté con suavidad conforme mis manos acariciaban su pequeña espalda—. ¿Tienes vergüenza?

Un silencio cómodo se instaló en la limusina que nos transportaba; vaciló unos microsegundos.

—No quiero que Paty me vea... Estoy segura de que nos escuchó —me respondió evidentemente avergonzada. Sonreí.

—Tranquila, eso es lo que tiene que soportar si quiere estar con nosotros. ¿O no?

Esa broma le provocó esbozar una sonrisa tierna.

—Eres muy divertido, ¿sabes? Realmente pensé que eras diferente.

—Es que no me gusta sonreír en mis fotos —confesé—. No me siento cómodo. Pero en la vida real, soy muy carismático, ¿o no?

—Menos mal, porque si hubiera sido lo contrario, entonces no sabría cómo actuar.

—¿Me tienes miedo, Enola? —Se separó de mí para mirarme a los ojos, y con solo ese gesto la sentí temblar.

—No, no es eso... Es que... no puedo evitar lo tímida que me pone hablar con las personas que no conozco bien.

—Me gusta cómo eres, Enola... —acaricié su cabello largo y rojo—, pero sabes qué es lo que me encanta más —negó, anonadada—: este hermoso cabello. Tus pecas y lunares, tus hermosos labios y, más que eso, besarlos.

Me besó. Esta vez fue ella quien tomó la iniciativa; me besó con ternura, sin ninguna prisa. Volví a besarla por el cuello, su cabeza se inclinó hacia atrás y su pelvis se pegó a la mía buscando por instinto aquella sensación que nunca había experimentado.

—Boran... Esto se siente... Maravilloso...

—Quiero hacer el amor contigo —confesé mientras se mordía el labio—. Me muero por eso... Pero no aquí. Quiero hacerlo en un lugar donde te sientas cómoda...

—¿Hacer el amor? —preguntó con una indecisa confusión.

—Sí... Enola... Quiero hacer el amor contigo.

—Pero no nos amamos —declaró—. ¿Acaso las personas que no se aman hacen el amor?

—Hay diferentes formas de amarse, incluso si no estamos enamorados el uno del otro. Y un encuentro sexual es una de ellas. No es vacío, no es egoísta; es un sentimiento de gozo.

—Quiero que sea especial —confesó—. Pensé que sería demasiado pedir pero... Por favor, quiero que seas gentil conmigo. ¿Serás gentil?

—Seré lo que tú quieras que sea, Enola —le aseguré—. Serás tú quien decida y yo me voy a encargar de hacerlo posible.

—Gracias —expresó con timidez—. Y gracias también por el regalo, es muy hermoso. Me gustó mucho, Boran.

—Este anillo lo compré pensando en ti —sonreí—. No sé de qué tamaño te gustan, pero supongo que mientras más grande mejor. ¿No es así?

No me di cuenta de que mis palabras se escucharon con doble sentido hasta que Enola bajó la cabeza, quedándose callada por unos microsegundos.

—Si hubiera sido pequeño también me hubiera gustado mucho, porque pensaste en mí y eso es lo que me importa...

—Qué linda eres, Habibti.

—¿Eres casado, Boran? —preguntó con seriedad. Entonces mi corazón se aceleró y dejé de sonreír.

—¿Por qué?

—Porque no me gusta hacer eso, estar con un hombre casado. Aunque esto no sea serio, jamás quisiera ser la razón del dolor y la inseguridad de otra mujer.




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