-¿Algún avance?- preguntaron los miembros de la junta municipal, o más bien, lo que quedaba de ella.
-Nada aún. Lo siento-respondió la doctora, aún sabiendo que no tenía por qué disculparse.
Pero esos hombres y mujeres la veían como si tuviera que hacerlo. Como si ella cargara sobre sus hombros la tarea de ser un mesías por el simple hecho de ser la única con título en medicina. Sus ojos la juzgaban y le gritaban en silencio, cual si estuviera fallando porque no pudiera encontrar la cura a un mal que había acabado con todos los demás.
Entendía su desesperación: veía las marcas púrpuras que empezaban a marcarse en los brazos de algunos. Notaba con toda claridad que había cada vez menos sillas ocupadas en la sala de juntas. Entendía el miedo, la angustia, las ansias por asirse de cualquier esperanza, aún y cuando éstas fueran débiles e inciertas. Lo importante en esos momentos ya no era creer en algo concreto, sino creer por creer. Cualquier ilusión podía servir de droga frente a la realidad. Pero ella no era capaz de construir tal ilusión.
Lo que no entendía es por qué en la angustia es tan fácil usar las manos para fabricar culpas. La veían como si ella se viera obligada a salvarlos a todos: no sabía si era porque era de las pocas que aún no habían presentado los síntomas, o si era porque había visto de primera mano al primer enfermo.
-Revisé paso a paso, realicé los estudios y…-ya escuchaba los quejidos de desaliento emergiendo de cada esquina-. Nada, no encontré nada.
-¿Y Elsa?-Alberto se abrió paso de entre los demás, con su dedo morado señalando a la doctora-. Debiste haber encontrado algo en ella.
-No “debo” hacer nada-respondió-. Y Elsa está muerta.
Alberto perdió la diminuta luz que aluzaba la esperanza en sus ojos.
-¿La enfermedad?
Estefanía agitó la cabeza.
-¿Un vándalo? Abundan por aquí, ¿no? Bueno, entonces, un perro salvaje, ¿Tampoco?, ¿Entonces qué?
-Un puma, creo. Las marcas en su cuello correspondían a un puma.
-¿Y si fue un perro salvaje?
-Ésos no han llegado aquí, no pueden, no vendrán-respondió Estefanía casi con un gemido; se descubrió a sí misma aferrándose a las mismas esperanzas a las que se aferraban todos los demás. A las mentiras. A cualquier cosa que ofreciera un panorama mejor y no este horrendo mundo que estaba acabando con ellos.
El jefe de las juntas municipales, creadas a fin de mantener unida a los sobrevivientes de la enfermedad, se abrió paso: era un hombre con un porte tan seguro y confiando que hacía pensar a Estefanía que él, a diferencia de todos los demás, disfrutaba la posición en la que la epidemia lo había dejado, como el líder de una población frágil.
Se abrió paso, acercó una silla y sentó al lado de la doctora, hablando con lentitud:
-Doctora, lamento decírselo pero, los pobladores de la ciudad vecina, bueno, la familia que queda, nos informó que los perros salvajes ya están llegando a nuestra población.
La doctora suspiró. Los perros salvajes eran su pesadilla hecha realidad. Para ser exactos, eran su pesadilla aumentada, y luego, hecha realidad. Eran miembros de parte de la evolución que había incluido simios a dos patas y otros animales mejor desarrollados de la noche a la mañana.
Pero no los humanos; con ellos, todo lo contrario.
Estefanía enfocó de nuevo la atención en la junta cuando reconoció la mano del líder sobre su muslo. Puso su mano sobre la de él, y luego la quitó de su pierna.
-No se preocupe, lo entiendo-respondió la doctora-. Solamente que me sorprendió la noticia, no pensé que llegarían tan pronto.
-¿Has visto lo altos y fuertes que se han vuelto? Tienen la velocidad de un coche y su fuerza es descomunal. Son capaces de derribar cualquier muralla, barda o puerta que se les interponga.
-Y andan a dos patas-una voz salió desde la puerta principal, acercándose a ellos-. O eso dicen.
-Hola Gerardo.
Estefanía sonrió aliviada. No era Eduardo, pero cuando menos era un aliado.
Después de que la ambulancia recogió al hombre, Estefanía decidió que había visto demasiado para un solo día, así que prefirió volver a casa y dejar el asunto de la funeraria para el día siguiente. Preocuparse por un muerto puede esperar; preocuparse por un vivo siempre es más apremiante.
Encendió el televisor y luego la radio, un hábito que sacaba de quicio a Eduardo, pero que a ella le encantaba porque le obligaba a enfocar la atención en dos asuntos diferentes.
Sacó dos tazas, dos cucharas, dos sobres de azúcar y las llenó hasta el tope de café con leche. Entre los tintineos de las cucharas y el sonido de la leche contra la taza de cerámica apareció una voz femenina de la radio: evolución, ése era el nombre indicado, una evolución apresurada de cientos de especies animales. Los estudios en el cerebro de los simios lo mostraban claramente: ahora su mente concebía patrones de pensamientos complejos y similares a los de los humanos.
No eran los únicos: las aves también se estaban agrupando y dibujando rutas de migración más complicados; los anfibios lograban ahora volar en el aire, los peces estaban desarrollando patas y sistemas respiratorios para sobrevivir en la tierra.
Era un gran momento para la ciencia, ¡Sublime!, ¡Impresionante! ¡El mejor de los tiempos!
Entonces, ¿por qué la embargaba una sensación de derrota y pérdida? Oh sí, claro, por la noticia que en ese momento mostraban en la televisión.
“…epidemia humana. El paciente muestra el mismo cuadro de síntomas que los pacientes encontrados en Zaire, Namibia, Papúa Nueva Guinea y Filipinas. Este mal se ha extendido en las últimas semanas y ha aquejado a cientos de personas, presentándose en forma de manchas púrpuras y cambio en la apariencia de las pupilas; ataca primero con una mezcla de fatiga crónica que pronto se convierte en una completa inmovilidad de los músculos y órganos del cuerpo hasta llegar a la muerte. Aunque no se sabe si este mal es contagioso o no, pero de cualquier manera ya se aisló al paciente recogido esta tarde junto a los paramédicos que lo atendieron. Su nombre…”