Los Últimos DÍas Del Hombre

CUARTA PARTE

En la farmacia, entre recuerdo y recuerdo, Estefanía escuchaba los pasos del perro salvaje. No quería volver a ver, pero tenía que. Por el rabillo del ojo calculó el tamaño: el perro llegaba al metro ochenta. Y tal como habían dicho, ahora andaban a dos patas.

            Del hocico salían gotas pesadas de saliva, y los colmillos eran tan largos como un dedo. Caminaba con equilibro, mientras mantenía las dos patas más cortas agarrotadas frente al pecho en una posición de ataque inminente.

            Buscaba una presa, olisqueaba el aire tratando de encontrarla. La doctora cerró las piernas con fuerza: decían que el olor a orina los atraía. El perro gruñó e inspiró, girando la cabeza en busca de comida.

            Estefanía se aferró al borde del muro que la protegía; era una pared frágil, como todo en su mundo  luego de que la enfermedad apareciera. Hundida en la desesperación absoluta, se dejó inundar por la angustia y el dolor, hasta que sus poros no sudaran más que tristeza y pánico; se dejó, por primera vez en meses, vencer por la oscuridad de lo que le había sucedido, y por la amargura de las preguntas sin respuesta: ¿Por qué nosotros?, ¿Por qué de esa manera?, ¿Por qué a Eduardo?

            Se mordió los labios para contener el llanto, mientras un nudo le hacía doler la garganta y su corazón se encogía de pura tristeza: ¿Por qué a Eduardo?, ¿Por qué de esa manera? ¿Por qué iba a ser él el único que no moriría a causa de esa enfermedad, sino a causa de algo peor?

            Reparó en una vitrina frente a ella, que le devolvía una imagen cansada. Su rostro, antes lozano y con un ligero toque naranja, ahora estaba ajado y de un color pálido con algunas zonas despellejadas. Sus labios partidos y su cabello seco evidenciaban la falta de cuidado, al igual que la ropa mal combinada y sucia.

            No podía creer que estuviera pensando en esas cosas, en lugar de delinear un plan de escape, el cual le hubiera venido a bien ya que el perro salvaje a sus espaldas acababa de notar su presencia gracias a la vitrina frente a ella.

            Los músculos se marcaron bajo el pelaje, y profiriendo un gruñido, el perro salvaje saltó hacia adelante en dirección a Estefanía. La doctora soltó el medicamento y corrió en dirección a una pared sólida, sin puertas ni escondites.

            En verdad debió de haber hecho un plan de escape.

            Tocó su rostro para que la viera.

-Eduardo soy yo, Estefanía.

            Eduardo entornó los ojos, y luego sonrió.

-Viniste por mí.

-Por supuesto.

-Creí que me dejarías morir aquí.

-Por supuesto que no-respondió-, aún tienes que pagar la hipoteca.

-Amor, te extrañé tanto-la voz del hombre se deshizo hasta volverse una risa, y luego, un gemido.

            La pareja se abrazó en silencio, inmune al desfile de enfermos que se arrastraban por el suelo o cojeaban en los pasillos, felices de tenerse de nuevo el uno al otro. Ya vendría el tiempo para pensar cómo salir de ahí; en ese momento lo esencial era sentir al otro cerca, vivo.

-Tu tonta señal, es un fiasco-dijo Estefanía-, en verdad pensé que no vendrías a cenar.

-Bueno, eso era cierto-respondió Eduardo sacando fuerzas para sonreír-: fingí estar enfermo con tal de no comer tus horrendas papas con brócoli.

-¿Esperaste hasta ahora para decírmelo?-la doctora lo besó en la barbilla.

-Por supuesto, estar a las puertas de la muerte vuelve a cualquiera más sincero.

-No vas a morir, querido, yo encontraré la cura para ti. Además, recuerda-tomó su rostro entre las manos-, recuerda Eduardo que los chicos como tú no mueren al final de las películas, o si lo hacen, es sobre una mesa de tortura, con una falda escocesa y gritando “¡Libertad!”.

            Eduardo se agarró el borde la bata de enfermo y dijo:

-No es una falda escocesa pero… ¡libertad!- su intento de grito quedó reducido a un tosido.

-Vamos, es hora de irnos-dijo Estefanía.

            Tomó su brazo y lo pasó por encima de sus hombros; Eduardo siempre había sido ligeramente más bajo que ella y vergonzosamente más delgado, pero cuando le ayudó a levantarse se percató de lo delgado que se había vuelto, tanto que sentía los huesos clavándose en su piel.

-Voy a curarte-prometió-, voy a sanarte.

            Eduardo sonrió pero permaneció en silencio.

            La puerta de enfrente se abrió con un golpe, con astillas saltando y una turba enfurecida entrando. Fue como si el orden en el lugar hubiera estado sostenido por un delgado hilo, y de pronto éste se rompiera y todas las piezas cayeran al suelo en desorden.

            Los gritos se hicieron un coro desgarrador de angustia; golpes secos que rebotaban en cada esquina lo inundaron todo, y el olor a sangre fue incrementándose. Pedazos de ropa, golpes con hombros y caderas bloquearon el campo de visión de Estefanía y la hicieron sentir que el sabor del miedo.

            Trató de mantenerse aferrada a Eduardo, pero no pudo evitar que el montón la alejara de él y la tumbara al suelo. Esos hombres, cubiertos de pies cabezas y con mascarillas, comenzaron a azotar palos contra cualquiera que tuviera rastros de enfermedad.

            Estefanía trató de levantarse del suelo, trató de hacerlos entrar en razón, pero eran demasiados, y varios le pasaban por encima como si fuera un tapete. Entre pies alcanzó a ver a Eduardo cayendo al suelo, luego un pie apoyándose en su espalda, mientras él trataba de tomar fuerzas y levantarse, en vano. Con el único golpe de un tubo de metal, Eduardo dejó de moverse. Estefanía supo así que el fin del mundo, el fin de su mundo, había llegado. La muerte de Eduardo era su evento de extinción.

            Hubo un segundo entre que el animal saltó para atacarla y la mente de la doctora procesó el hecho que el animal iba a matarla; solía ser muy perspicaz, pero no pudo evitar que en el intervalo pensara en otras cosas excepto en salvarse. Pensó por supuesto, en Eduardo.




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