Los verdaderos hombres no matan coyotes

CAPÍTULO 12 - TABATHA

CAPÍTULO XII

 

TABATHA

 

Gin hacíaese ruido insoportable con el pie al tiempo que se mordía la uña del dedo pulgar. Estaba nerviosa, lo sabía, porque siempre hacía lo mismo. Se encontraba ida, distraída y sabía por experiencia que intentaba con todas sus fuerzas manejar la ansiedad que tenía. Era viernes por la mañana y Theodore se había hacía algunas horas y ella había venido a verme para saber que todo estaba bien. Que yo me encontraba en perfecto estado. No pude evitar divagar un momento pensando en Theodore, los momentos con él eran fugaces y atípicos. El día anterior, habíamos dejado entrever cosas del otro importantes y para mí había dejado de ser el chico hermético que había conocido un mes atrás y esta versión de Theodore me gustaba. Y no me importaba lo que había sucedido un par de horas atrás, el haberme desmayado por un golpe que iba hacia él ni de saber que Thomas estaba en cierta forma de nuevo en mi vida.

–¿Puedes dejar eso? –Gin volteó la silla giratoria para enfocar su mirada en la mía–, eso de morderte el dedo y el ruidito ese que haces con el pie. Me estás poniendo nerviosa.

De forma muy exagerada, Gin apuntó sus manos al techo

–Perdón, reina del drama, por preocuparme por ti.

–No deberías estar preocupada –bramé tan enojada como ella–ni siquiera deberías estar aquí porque estoy perfectamente bien –roté mi cuello en diferentes direcciones para hacer énfasis en mi punto. Grave error porque me arrepentí al instante.

Gin sufrió a Thomas casi tanto como yo y no la culpo por estar así. Veo en sus ojos que mi comentario le afectó más de lo que nunca va a admitir.

–No te atrevas a decir eso de nuevo, Tabatha. No te atrevas. Ya te arruinaste la vida una vez, ¿no lo recuerdas? –no me deja responder porque ella lo hace por mí–. Ah, no. Claro que no lo recuerdas –cuando quise decir algo me interrumpe–.No, no tienes derecho a decir nada. No tienes derecho a pedir que nos alejemos, a pedir que me aleje, cuando estuve a tu lado cada maldito día desde siempre –se paró y se acercó hasta la cama donde estaba recostada–, y ahora que estás estable por primera vez en mucho tiempo vuelves a meter tus narices donde definitivamente no te llaman. A ver si puedes tatuártelo en la cabeza: no puedes salvar a todo el mundo. No puedes. No puedes salvar a Theodore de lo que sea que esté metido.

–¿O qué? –contesté tan desafiante como ella.

Desde donde estaba, podía verla perfectamente. Como sus pupilas se encontraban dilatadas y las aletas de su nariz se movían a gran velocidad producto del cabreo que tenía en esos momentos. Cerró los ojos y con su mano derecha tomó el puente de su nariz masajeándolo suavemente.

–Es Thomas, Coy –intenta explicarme para que entre en razón–, es…

–El hijo de puta más grande que conocemos, lo sé.

Se acercó hasta mí y se arrodilló a mis pies, alzó su cabeza para mirarme. Su pelo de fuego caía en cascada en sus costados y sus ojos marrones me miran con intensidad.

–No quiero que te vuelva a pasar lo mismo de antes, ¿me entiendes? No quiero que vuelvas a pasar por eso. Del infierno solo se vuelve una vez– lo remarcó con el dedo el número uno.

Acaricié su cara con suavidad y le coloqué algunos mechones pelirrojos detrás de la oreja, luego, besé su frente con delicadeza.

–Te amo –le susurré.

 

 

–¿Mujercitas de nuevo? –cerré el libro cuando oí la voz de Collingwood a mis espaldas. Estaba en el balcón de mi cuarto, leyendo por vez número mil mi ejemplar ya todo corroído de Mujercitas. Gin se había ido y mi mejor amigo fue el relevo esa tarde.

Una de las mayores cualidades de Alec es que nunca insiste. Él simplemente deja que la conversación fluya, aunque tarde horas en pronunciar palabra alguna.

Tomó asiento a mi lado y tamborileó sus dedos en el apoyabrazos. Lo miré de costado, apenas girando la cabeza, y lo observé achinar los ojos por el sol.

–¿Vos también piensas que estoy haciendo todo mal? –le pregunté a mi mejor amigo.

–En absoluto. Mi trabajo esque, en el caso que te rompas la cabeza contra la pared, yo esté ahí para juntar todos esos pedazos y ayudarte a pegarlos. Uno por uno. Y que vuelvas a empezar –Collingwood gesticuló mucho con las manos–.Tabs, si cuestionase cada cosa que haces, me terminarías alejando y yo jamás, nunca jamás, querría alejarme de vos.

Estiré mi mano hasta tocar la suya y así nos quedamos un rato disfrutando de la compañía del otro.

–¿Y ahora qué, Tabatha?

Me encogí de hombros.

–En algún momento va a salir bien, Alec. Yo voy a seguir intentándolo.

 

Ambos sabíamos de qué estábamos hablando.

 

 

Al día siguiente me levanté con una idea fija en la cabeza. Una idea que zumbaba y zumbaba ahí en esa parte del cerebro que toma las decisiones. Una idea un tanto vaga, aún sin forma y peligrosa.



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En el texto hay: secretos, amor, peligro

Editado: 24.05.2021

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