Los verdaderos hombres no matan coyotes

CAPÍTULO 22 - TABATHA

CAPÍTULO XXII

 

TABATHA

 

La melodía de mi celular sonando interrumpió mi sueño. Aún me costaba distinguir entre lo real y lo que solo sucedía en mi cabeza segundos antes. El celular seguía sonando y recordé que no le había avisado a Mari que no iba a ir a casa.

–¡Mierda! –exclamé y sentí la boca pastosa.

Me liberé del abrazo de Theodore que dormía profundamente y tomé como pude de la mesita de noche mi celular que gracias a los santos había cargado lo suficiente como para que me aguantara la batería. Mari no era histérica con saber mis movimientos, pero pedía que cada un par de horas le mandara un mensaje diciéndole que estaba bien y Dios sabe que no quería enfrentarme a su ira latina por no hacerlo.

–¡Mierda! ¡Mierda!

Cuando vi la pantalla desbloqueada, descubrí que el mensaje no era de Mari. En los días pasados, el desconocido–acosador–gracioso–psicópata había desaparecido. Ya no más mensajes del estilo “¿cómo andas?”, ¿“entrenaste hoy?”. Nada. Absolutamente nada. Eso, sumado a la omnipresencia de Theodore, me había hecho olvidarlo casi por completo. Casi.

El mensaje de siempre, “¿cómo estás hoy, Tabatha?”, venía en formato mail con un adjunto. Fruncí el ceño preguntándome qué podía ser esta vez. Por un segundo pensé en no abrir el adjunto, pero algo en mi interior me dijo que lo hiciera y lo que vi a continuación me cortó la respiración: un video de mi casa por afuera y luego algo que hizo que quisiese vomitar hasta mi primera comida: el video se salta unos minutos hasta llegar a enfocar a Mari, en el piso, con un charco de sangre a su alrededor. Había más, eran dos minutos y medio, pero no pude continuar viendo. La desesperación se apoderó de mi cuerpo y me inmovilizó porque estaba ahí, con el celular en la mano sin poder hacer nada. Solo atiné a ahogar un grito que despertó a Theodore al instante.

–¿Qué sucede?

Preguntó con voz ronca al verme sentada, desnuda, viendo el celular. No pude evitar que las lágrimas cayeran libremente y con la voz entrecortada pronuncié lo que jamás esperé decir en mi vida.

–Mari. Han atacado a Mari –y le mostré el celular.

 

Como si de flashbacks se tratase, recuerdo todo casi por instantes. Pequeños fragmentos de desesperación e incertidumbre. Llegar a mi casa y que estuviese cercada por ese maldito plástico que prohibía acercarse. Recuerdo haberme bajado de la moto casi en movimiento, siendo seguida de cerca por Theodore. Luego, cuando ya había pasado ese control de seguridad habiéndome hecho hueco entre la gente chismosa del barrio, un policía me detiene. Me costó enfocar su rostro: pelo, barba y bigote canoso. Y esa mirada de pena. Las lágrimas volvieron a bordear mis mejillas y esta vez no hice nada por controlarlas. A la mierda la hermeticidad de las emociones, que conozcan mis puntos débiles. Que todos sepan que Mari es, quizá, mi punto más débil. Ya no me importaba que me vieran llorar. Ya no importaba nada.

–¿Eres Tabatha? ¿Tabatha Macfly? –asentí como pude intentando ver sobre su hombro–. Mírame, ella está bien.

Cuando dice eso todo mi cuerpo se relaja. Como si de repente, el cortocircuito que antecedía al incendio hubiese cesado. Sentía mi cuerpo desfallecer y solo atiné a abrazar a ese señor de barba, bigote y pelo canoso que torpemente intentaba devolverme el abrazo. Sentía Theodore a mi lado y vique el policía lo miraba con cierto recelo. Lo imaginé maquinando en su cabeza ¿cómo una chica como yo puede estar con alguien como él? Decidí que no era momento de entrar en una discusión absurda y sin sentido. No había tiempo para eso.

–Señorita Macfly, debe ver algo.

 

Cuando entré en mi casa, recuerdo haber visto una cabellera color fuego del otro lado del cordón de seguridad. ¿Cómo se había enterado Ginevra? Porque hasta en la mismísima oscuridad podría reconocer ese pelo. ¿Le había avisado yo en un momento de desesperación?

Mi casa estaba intacta por lo que en mi mente decidí descartar un robo. No. Yo sabía que el desconocido psicópata estaba detrás de esto. ¿Quién era? ¿Por qué? ¿Por qué Mari? ¿Quién me conocía lo suficiente como para saber que Mari era como una madre para mí? No. No como una madre. Era mi madre. La de verdad. No la copia barata que me tuvo nueve meses en su vientre y me había dejado como si fuese una muñeca que ya no le entretenía.

–Señorita Macfly, ¿me escucha? –el policía que me acompañó llamó mi atención. Lo miré y me hizo una seña con la cabeza donde un grupo de polis estaban afuera de la puerta del cuarto que Mari usa para guardar los artículos de limpieza y algún que otro artefacto más. Apenas un cuartucho de dos por dos insignificante en comparación con los otros ambientes de la casa. Y de repente todo encajó cuando escuché los ladridos desesperados de Hércules del otro lado. Haber visto a Mari en el piso ensangrentada me había hecho olvidar por completo que Hércules podía también estar en peligro. Me alegró tanto escucharlo en ese momento. No necesité ninguna orden más, me acerqué a todas esas personas haciéndome un lugar en la puerta. Me senté sobre mis rodillas, y sorbí mi nariz.

–Teníamos miedo de abrir y que lastimara a alguien –me dijo una voz que no reconozco.

Un atisbo de sonrisa se dibuja en mi rostro. Hércules, mi pequeño héroe de cuatro patas.



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En el texto hay: secretos, amor, peligro

Editado: 24.05.2021

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