Cada una de ellas tenía su firma, su esencia.
38 dedicatorias me hizo en todo nuestro tiempo. De una en una las releí, o tal vez las leí por primera vez.
Echaba de menos sus palabras, sus letras; echaba de menos el amor que le salía por la yema de los dedos, aquel que le hacía escribir para mí y el que lo hizo alejarse.
¿Lo habrá vuelto a hacer? ¿habrá vuelto a escribir para sí mismo o para alguien más?...
¿Serán mías todavía?
Sus letras, digo, porque en cada uno de sus escritos, en cada uno de sus poemas, al final, me los entregaba, como quien entrega lo que no le pertenece... de una en una las hacía mías una y otra vez. Y cuando no lo hacía bastaba con mirarle a los ojos para darme cuenta que allí estaban, y que seguian siendo mías.
Mis letras son impulsivas, agresivas, empalagosas a su paladar, y se apegaron a él como si no existiera tierra o mar por lo que escribir. Lo abordaron como se aborda lo que está detenido, y él, con ademán de rendición les permitió la colonización. Colonizaron su peco y plantaron su bandera en sus labios, pues ya no paraba de hablar de lo que ellas hablaban, de aquel amor que nos yacía en el alma y nos hacía suspirar poemas.
Él se convirtió en mi escritor favorito, yo era su mejor fan, amaba a muchos otros pero él era mi mejor. Amaba leerle los ojos cuando no había escritor de por medio, y amaba escribir de su mirada cuando ya sus ojos no estaban.
Y así pasó, mis letras aún le echan de menos y no he de juzgarlas. Él es una de esas almas prolongadas a ser echadas de menos con ardor. Y yo, claro que le extraño, solo me queda escribir de aquel amor que me queda y que se fusiona cada día con la sangre en mis venas. Pero puedo encontrarlo en mis poemas, cada vez que le echo de menos lo busco en mis letras.