Me resultaba ineludible escribirle, pensarle y leerle.
Escribir de lo contento que tiene el corazón en esos días donde el sol se vuelve una ostra de mar plateada y escribir de lo cómodo que se siente el mío con el suyo.
Pensarle en las madrugadas cuando salgo a observar las estrellas y me descubro escuchando en mi mente el cálido y eufónico sonido de su voz adormecida justo antes de dormir, o al levantarse.
Leerle completo y en su estado más natural, como cuando suspira cerrando los ojos o cuando está en algún lugar infinito, con los ojos bien abiertos y los pies en algún lugar lejos de la tierra.
Leerle mis citas favoritas de mis mejores libros o recitarle mis canciones por teléfono antes de dormir. Podría leerle todo el día, incluso escribiéndole lo haría, porque a su vez, pensándole estaría