Era extraño y de cierto modo me gustaba.
Solíamos salir a caminar y conversábamos mucho, hablábamos tanto que en plena conversación nos saltábamos a otra como si el tiempo se nos fuese a esfumar. Pero lo que me hizo quererlo estaba en nuestras risas, cuando reíamos, al hacerlo nos mirábamos fijamente con esa sonrisa atontada; luego, como si nada, se tornaba serio, como el oleo oscuro de alguna acuarela; pero sin soltarme la mirada, sosteniendome de un hilo; como si hubiera algo detrás de aquellos castaños ojos que yo aún no sabía y que tendía a sospechar. Y yo, no pude mirarlo, de hecho, casi nunca podía. Verlo significaba quererlo más, y quererlo más no me era de ayuda con todo aquello de: “ir con calma”. Su mirada era casta y potente, me hizo comprender la soledad en mis años. Tenía la ternura del color purpura en sus ojos y el carácter del trueno en la tormenta. No me perdí en sus ojos, me perdí en su mirada.