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Capítulo 4: Los camarones.

Las instrucciones eran retirar la cabeza de cada camarón sin maltratar el espécimen. Y únicamente la cabeza para no cortar más del preciado material. 


Para ello era necesario incrustar el pulgar debajo del curioso casco natural del marisco y halar de él para ver el cerebro desecho en tus dedos. Manchando el guante blanco con el viscoso y maloliente líquido naranja. 


Uno a uno de los camarones  parcialmente congelados eran decapitados por los 35 empleados que fueron contratados para la planta y que comenzaban su primer día. 


La jefa de producción, una mujer de baja estatura, voz aguda y enormes gafas, supervisaba el trabajo de cada uno envuelta en su vestimenta apta para el área. 


 —No le quiten la carne — decía a alguien tomando uno de los camarones de la cesta. 


Todos pusieron sus miradas sobre ella y la persona del error para comparar sus camarones con el suyo. 


—¿Qué tal va? — preguntó ahora a la chica de al lado. 
—Bien — contestó con una sonrisa que no era visible por la mascarilla desechable que usaba. 
—Usted les deja un poquito de la cabeza — dijo la supervisora riendo. Arrancó un poco de tripas y las dejó en la bolsa con el resto de cabezas. 


Le hizo una nueva demostración y la dejó trabajar. 


Frente a ella, del otro lado de la mesa y la enorme pila de camarones que comenzaba a disminuir, estaban unas personas que parecían expertas. Destripaban cabezas a una velocidad record y la supervisora hasta platicaba con ellos. 


Cuando llegó la hora del almuerzo, era difícil reconocer a alguien sin su equipo quirúrgico puesto. Lo único que podían seguir usando en el área interna de empleados, eran las botas de hule blancas.

 
Ocho hora después, la espalda, los pies y el pulgar izquierdo o derecho, dolían. Estar de pie tanto tiempo era el futuro de ese posible empleo. Y sin olvidar que salías de ahí oliendo a deliciosos mariscos crudos. 


Muchos al final de la jornada aseguraron que no volverían porque no les agradaba la labor. Otros, solo lo harían por la primera semana para cobrar algo o por los primeros tres días. Y unos cuantos, pensaban en el dinero y que la necesidad obliga. 


El segundo día fue un tanto peor. Esta vez la supervisora puso una meta. 7 libras de camarón descabezado por hora. A las doce debían entregar un mínimo de 25 libras. 


Tantos pinchones en los dedos y el frío de trabajar en un ambiente húmedo y a 14°C comenzaba a pasar factura. 


Durante el almuerzo Denis, Brenda, Joselyn y Lilian intercambiaban comentarios sobre el empleo. Joselyn afirmaba que no volvería mañana. Denis decía que no le molestaba pues había tenido un empleo parecido en un supermercado. Y a Brenda le encantaba. Era rápida y lo hacía bien. 


—¿Y vos? — preguntó Brenda a Lilian mientras terminaban su café para entrar en calor y soportar el frío. 
—No tengo de otra — respondió no muy animada. 


Las horas pasaban tan lentas y la advertencia de la meta con la báscula en frente ponía a Lilian a temblar. La posibilidad de conseguir ese empleo la veía cada vez más lejana. 


Cuatro meses sin empleo era duro. Por fortuna y gracia de su abuela, vivían con ella. 


Pero en esa pequeña casa no sólo eran ellas dos. Estaban además su tía, su pequeño primo, su hermano menor y su madre. Quien ya trabajaba en la empresa de mariscos pero como dispensadora de alimentos en los supermercados. Y cuando avisaron de vacantes libres para la planta, Lilian no dudó en aplicar. 


Sin embargo, por muchos deseos y necesidades que tuvieran, el estrés no la ayudaba a avanzar. 


Aunque luego de intentar pensar de forma positiva, algo que le costó toda la mañana del segundo día, logró disfrutar de la decapitación. 


“Bueno, esto es algo que no he hecho nunca. De todos los empleos que he tenido nunca había trabajado en una planta y menos con el proceso de producción alimentaria”. 


Mientas lavaba la ropa apestosa en casa a las siete de la noche, observó las estrellas en el cielo despejado, deseando que todo fuera mejor mañana. 


“Ya sé que me falta” pensó. 


Lo único que la tranquilizaba después de la música, era escribir. Era un desahogo, una liberación enorme del peso que cargaba. 
Había descubierto que todo, absolutamente todo lo que vivía, veía o escuchaba, eran fragmentos que coleccionaba y añadía a sus historias. 


Incluso las cosas extrañas que sucedían en el autobús, las conversaciones ajenas en el supermercado, las peculiaridades de quién tenía cerca, eran un disparador de ideas. 


Muchas de esas observaciones se volvían historias cortas. Otras las incluía en el intento de novela romántica que escribía y auto publicaba en una plataforma en línea. Sin embargo, la historia tenía algo que no la convencía del todo. 




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