Luces de Medianoche

✨Capítulo 3: Donde la Noche No Olvida✨

Chicago, 1927.

El silbido del tren se perdió entre la niebla de la madrugada. Evelyn Dubois descendió en la estación de LaSalle Street con una maleta raída, un abrigo prestado y el corazón aún latiendo con las últimas notas del jazz de Nueva York. El aire olía a carbón, a humedad, a una ciudad que también bailaba con el pecado, pero con una rudeza distinta. Chicago no era como Manhattan: aquí el crimen caminaba sin disfraz y la ley era solo una excusa para negociar.

No había despedidas. No hubo lágrimas. Solo el sonido de sus tacones sobre el andén y la certeza de que había dejado atrás algo más que una ciudad: había dejado al único hombre que la había mirado como si la vida tuviera sentido.

En una pensión pequeña del barrio de Bronzeville, Evelyn encontró techo y un piano viejo desafinado que pertenecía al hijo de la dueña. Por las noches, cantaba en un salón modesto llamado Blue Ember, alejado del brillo de los clubes lujosos, pero lleno de músicos que amaban cada nota más que el dinero. Allí la voz de Evelyn no era una estrella. Era un lamento, un recuerdo que flotaba en el humo espeso y que hacía llorar a los borrachos sin saber por qué.

—¿Tú cantabas en Nueva York, verdad? —le preguntó un trompetista llamado Calvin, entre copas.

—Cantaba para un fantasma —respondió ella, sirviéndose un trago de ginebra—. Y ahora canto para que no me persiga.

Pero el fantasma nunca se fue.

Cada vez que cerraba los ojos al cantar, veía a Nathaniel. Recordaba la manera en que él le apartaba el cabello para susurrarle promesas que el apellido Whitmore jamás permitiría. Recordaba sus manos temblando cuando tocaban su rostro. Recordaba lo mucho que dolía amar lo imposible.

Mientras tanto, al otro lado del país, Nathaniel se hundía en un mundo que no lo reconocía.

Habían pasado seis meses desde que Evelyn desapareció, y aún dormía con su broche bajo la almohada. Volvió a asistir a cenas diplomáticas, a eventos con Margaret, a fingir que no se le rompía el alma con cada brindis vacío. Pero algo en él había cambiado. Ya no respondía con entusiasmo. Ya no participaba en las reuniones familiares con la misma voz firme.

—La prensa dice que has perdido el interés en la campaña —le advirtió su padre, sirviéndole un whisky.

—La prensa también dice que el amor es una debilidad. Y sin embargo, seguimos respirando, ¿no? —replicó él con tono cortante.

El senador suspiró.

—La vida es cuestión de sacrificios, Nathaniel. Ella fue el tuyo. Tú lo aceptaste. Así funciona el poder.

Pero Nathaniel no respondió. Se levantó, salió de la sala de madera oscura y caminó hasta su estudio privado. Allí, abrió un cajón secreto en su escritorio, y de él sacó una carta que había empezado a escribir cien veces:

“Evelyn…
No sé dónde estás. No sé si aún me odias o si me has olvidado. Pero si alguna vez me perdonas, si alguna vez crees que aún vale la pena... solo di mi nombre. En cualquier escenario, en cualquier canción. Yo sabré que eres tú.”

Nunca la envió.

En Chicago, los días pasaban lentos y húmedos. La ciudad vivía al ritmo de los gánsteres y los clubes protegidos por mafiosos. El Blue Ember pronto se hizo un lugar entre los sitios secretos, y la voz de Evelyn empezó a atraer miradas más peligrosas. Una noche, un hombre de traje blanco y sonrisa afilada se acercó a su mesa.

—Te vi cantar. Tienes algo que no se compra. ¿Has considerado trabajar en Le Rêve Noir?

Era un club exclusivo del West Side, frecuentado por políticos corruptos, boxeadores retirados y empresarios sucios. El dinero fluía como licor, pero la libertad se evaporaba con cada contrato firmado.

Evelyn dudó. Luego pensó en Nathaniel. En cómo le había prometido no hundirse, no vender su alma. Pero la pobreza dolía. La soledad pesaba. Y la música necesitaba un escenario más grande.

—¿Qué tendría que hacer? —preguntó, encendiendo un cigarrillo.

—Solo seguir cantando como lo haces. Pero esta vez, para gente que puede cambiarte la vida.

Semanas después, Le Rêve Noir anunciaba una nueva estrella. Y bajo el nombre artístico de Evie Rose, Evelyn cantaba con un vestido dorado que la hacía ver como una diosa entre demonios. Sonreía. Encantaba. Pero al volver a casa, lloraba sobre las teclas del piano desafinado.

Porque ningún aplauso podía llenar el vacío de no tenerlo a él.

Y en Nueva York, en una sala vacía, Nathaniel escuchaba un viejo disco de jazz. Cerraba los ojos e imaginaba su voz.

A pesar de la distancia. A pesar del silencio. A pesar del mundo.

Él no había dejado de esperarla.
Ella no había dejado de amarlo.
Pero el destino aún tenía un lugar más donde jugar con sus vidas.

París.
El destino aún no había terminado con ellos.




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