París, 1930. Madrugada.
La ciudad dormía, pero ellos no.
No podían.
París parecía sostener la respiración por ellos. Afuera, la lluvia comenzaba a caer con timidez sobre los adoquines del barrio de Montmartre. Dentro del camerino de La Rose Noire, el reloj marcaba las tres de la mañana. El silencio entre Evelyn y Nathaniel no era incómodo. Era necesario. Lleno de lo no dicho, de lo sentido, de lo temido.
Ella aún tenía su vestido rojo. Él había dejado su abrigo en el perchero. Ninguno quería moverse, como si un solo gesto pudiera romper el hechizo.
—No esperaba volver a verte —dijo ella finalmente, con voz baja.
—Yo no podía imaginar un mundo donde no te viera de nuevo —respondió él.
Evelyn sonrió, pero no era una sonrisa feliz. Era melancólica, madura. La sonrisa de alguien que había aprendido a vivir con una grieta en el alma.
—¿Qué te hizo venir?
Nathaniel se acercó a la ventana. Observó las gotas golpear el cristal. Se tomó su tiempo antes de responder.
—Una carta. Sin firma. Una entrada. Una corazonada. Y el recuerdo de ti, que nunca se fue.
Ella bajó la mirada.
—Fui yo quien la envió —confesó—. Cada vez que cantaba aquí, cada noche, pensaba que ibas a aparecer. Pero no llegabas. Entonces, escribí. Sin saber si te odiabas por lo que pasó. O si me odiabas a mí.
Nathaniel se volvió hacia ella.
—Nunca te odié. Me odié a mí mismo. Por no haber peleado más. Por haber aceptado el trato de mi padre. Por haberte dejado cargar con todo el peso.
Evelyn se cruzó de brazos, como si necesitara sostenerse.
—Yo también hice un trato, ¿sabes? Margaret Stanford me visitó en la cárcel. Me ofreció la libertad... a cambio de que desapareciera. Si no me iba, tú lo perderías todo. No podía permitirlo.
—Pero te perdiste tú —dijo él, con los ojos brillantes—. Y yo contigo.
Se miraron. Había ternura. Pero también dolor. No era un reencuentro de novela. Era real. Con cicatrices y culpas. Con deseo, sí, pero también con miedo.
Nathaniel dio un paso hacia ella.
—¿Puedo quedarme esta noche?
Evelyn lo miró largo rato. Luego asintió.
—No tenemos que fingir que nada ha pasado. Podemos solo... estar.
El departamento de Evelyn era pequeño, con una estufa vieja, una cama de hierro y una estantería repleta de libros y partituras. Tenía flores secas en un jarrón de vidrio y una lámpara con pantalla de encaje que teñía todo de ámbar.
Ella se cambió a un camisón de seda sencillo, sin adornos. Él se quitó los zapatos, la chaqueta, y se sentó en el suelo junto al piano.
—¿Todavía compones? —preguntó él.
—A veces. Cuando el recuerdo pesa más de lo que puedo cantar.
Nathaniel tocó una tecla. Sonó desafinada, pero dulce. Evelyn se sentó a su lado. Sus piernas rozaban las de él.
—¿Y tú? ¿Te casaste? —preguntó, sin mirar.
Él negó con la cabeza.
—Nunca. Margaret lo intentó todo, incluso una supuesta enfermedad para obligarme. Pero no podía. No después de ti. Nadie tenía tu voz. Nadie tenía... tu alma.
Evelyn sintió el nudo en la garganta.
—Yo tampoco pude. Tuve ofertas. Amoríos. Mentiras piadosas. Pero cada vez que alguien decía "te quiero", mi mente escuchaba tu voz.
Se quedaron allí, lado a lado, durante horas. A veces hablaban. A veces no. Solo respiraban juntos, como si su silencio tejiera una red invisible que los envolvía y los protegía del tiempo.
A las cinco de la mañana, Nathaniel acarició su mejilla.
—¿Recuerdas la noche que me cantaste “Someone to Watch Over Me”?
Ella sonrió.
—Pensé que nunca lo notaste.
—La cantaste mirándome a los ojos. Fue la primera vez que supe que estaba perdido en ti.
—Y yo supe que estaba en peligro.
Nathaniel se acercó. Sus labios casi rozaban los de ella.
—¿Crees que aún podemos tener algo? —susurró.
Evelyn apoyó la frente contra la suya.
—Creo que el amor nunca desapareció. Pero ambos estamos rotos.
—Quizá podamos ser dos mitades rotas que encajan.
Ella cerró los ojos. Luego lo besó. Suave. Lento. Sin prisa. No era un beso de pasión desbordada, sino uno de reconocimiento. De reencuentro. De aceptación.
Se recostaron juntos sobre la alfombra, cubiertos con una manta. Afuera, París despertaba. Dentro de ese pequeño departamento, dos corazones que habían esperado demasiado tiempo al fin descansaban uno junto al otro.
Horas después, el sol filtró su luz por las cortinas. Evelyn se despertó primero. Observó a Nathaniel dormir. Había líneas nuevas en su rostro, pero la paz que irradiaba le devolvía algo que ella creía perdido: esperanza.
Se levantó, caminó descalza hasta la cocina y preparó café. La radio susurraba una melodía francesa cuando él se levantó, aún medio dormido.
—¿Sigues tomando tu café negro? —preguntó ella.
—Solo si tú lo preparas.
Se rieron. Como antes. Como si los años no hubieran pasado.
Y por primera vez en mucho tiempo, el mundo no parecía un enemigo. No tenían un plan. Ni un mañana claro. Pero tenían ese día. Y ese día, decidieron vivirlo como si fuera suyo.