París, 1930.
La mañana los recibió con un gris suave que envolvía la ciudad como una manta. Evelyn se despertó antes que Nathaniel, no por costumbre, sino por temor. Abrió los ojos lentamente, con el corazón latiendo rápido, como si lo ocurrido la noche anterior hubiera sido un sueño hermoso… demasiado hermoso para ser real.
Pero no lo era.
Nathaniel estaba allí, con el rostro relajado y una mano bajo la mejilla. Su cabello, ligeramente despeinado, su respiración acompasada. Por primera vez en años, estaba allí. Presente. Real. No un recuerdo. No una canción.
Ella se levantó sin hacer ruido. Caminó hasta la pequeña cocina, sirvió café y encendió la radio. La melodía de “Parlez-moi d’amour” flotó por la habitación.
Nathaniel apareció en la puerta, con la camisa arrugada y la mirada suave.
—Pensé que había soñado todo esto —dijo él.
Evelyn le ofreció la taza.
—Yo también lo pensé. Pero esta vez... no es un sueño.
Caminaron por el barrio de Montmartre como si fueran turistas anónimos. París, con sus adoquines húmedos, sus balcones florecidos y sus panaderías que olían a hogar, parecía otra ciudad cuando se la recorría de la mano de alguien amado.
Pasaron frente al Sacré-Cœur, subieron los escalones tomados de la mano y se sentaron en silencio a contemplar la ciudad desde lo alto.
—¿Qué harás después de esta semana? —preguntó ella.
Nathaniel no respondió de inmediato. Parecía como si la pregunta hubiera sido lanzada al viento, no a él.
—No lo sé —confesó—. Vine a París porque no podía seguir fingiendo allá. Pero también sé que mi nombre, mi apellido… aún arrastran cadenas.
Evelyn suspiró.
—Y yo no quiero ser la razón por la que vuelvas a ser prisionero.
—¿Y si tú eres la única razón por la que alguna vez fui libre?
Ella lo miró. Tenía miedo de creerle. Pero más miedo de no hacerlo.
Por la tarde, Evelyn lo llevó a su lugar favorito: una pequeña librería en la Rue de Seine, atendida por un anciano amable que apenas hablaba. Allí, entre libros polvorientos de poesía y partituras viejas, compartieron recuerdos, sueños truncos y silencios reparadores.
Nathaniel encontró una edición francesa de El Gran Meaulnes y se la compró.
—Es sobre un amor que se escapa —le explicó—. Pero también sobre la búsqueda. Como nosotros.
—¿Y crees que ya terminamos de buscarnos?
Nathaniel rozó su mejilla.
—No. Pero creo que por primera vez... dejamos de huir.
Esa noche, asistieron juntos a la Ópera Garnier. Evelyn llevaba un vestido negro de terciopelo con espalda descubierta; Nathaniel, un esmoquin discreto, elegante, atemporal. Nadie los reconocía. No eran "la cantante exiliada de Nueva York" ni "el heredero de Wall Street". Solo eran dos almas escapadas del tiempo.
En el entreacto, salieron al balcón privado del segundo piso. París brillaba abajo, y las luces de los automóviles pintaban líneas doradas sobre el empedrado.
—¿Crees que este momento pueda durar? —preguntó Evelyn.
Nathaniel tomó su mano.
—Quiero construir uno nuevo cada día. Si tú estás dispuesta.
Ella lo miró. Sonrió. Iba a responder cuando algo la interrumpió. Una figura entre las sombras del vestíbulo. Un rostro que creyó haber olvidado: Henry Whitmore, el padre de Nathaniel.
Estaba allí. En París.
La sangre se le heló.
Nathaniel no lo vio al principio. Solo notó que Evelyn se había puesto rígida.
—¿Qué ocurre?
—Tu padre. Está aquí.
Nathaniel giró. Y lo vio. El senador Henry Whitmore, traje impecable, postura de estatua. Los observaba desde lejos, sin expresión. Pero sus ojos... decían todo.
—¿Creías que no iba a saberlo? —dijo una voz grave detrás de ellos. No era Henry. Era Margaret Stanford, emergiendo de la penumbra del pasillo, con un vestido blanco de seda y una sonrisa venenosa.
—Qué encantador reencuentro. Un amor tan romántico… como inconveniente.
Evelyn palideció. Nathaniel apretó su mano.
—No estás aquí por casualidad.
—Nada en nuestra familia ocurre por casualidad —respondió Margaret—. Pero no te preocupes, Nate. Aún puedes hacer lo correcto. Aún puedes volver con dignidad… y sin que el escándalo destruya tu nombre. Una última vez.
Nathaniel la miró con fuego en los ojos.
—No más. No más silencios. No más sacrificios. Ya no.
Evelyn lo miró con miedo. No por él. Por lo que vendría. Porque sabía que, en el mundo al que Nathaniel pertenecía, el amor verdadero nunca salía ileso.
Esa noche, en el pequeño departamento de Evelyn, los dos se sentaron a la mesa en silencio.
—Él no se detendrá, ¿verdad? —preguntó ella.
—No. Pero yo tampoco.
—Nathaniel… si esto termina mal…
—No termina. No esta vez. Voy a luchar por ti. Por nosotros. No importa lo que cueste.
Ella lo miró. Y por primera vez en años, se permitió creer.
Creer que el amor sí podía ganar.
Que no todo estaba perdido.
Que incluso cuando el pasado regresa... el presente puede resistir.
Y en algún rincón de París, Margaret hablaba por teléfono con alguien desde un hotel elegante.
—Sí. Está con ella.
(Pausa)
—No, no hará falta ensuciarse las manos. Bastará con exponerlos. Solo un escándalo. Uno grande. Uno que lo obligue a elegir... como en Nueva York.
Su voz era fría. Su plan, claro.
Porque el amor… está a punto de ser puesto a prueba.
Y esta vez, no habrá sombras donde esconderse.