El amplio salón se encontraba helado por las frías temperaturas de la estación. A través de los ventanales se filtraba una luz grisácea, como si el clima supiera que ese día sería trágico.
Al fondo de aquella habitación unos pasos, nerviosos, resonaban en el mármol pulido del suelo.
—Ya está hecho, señor —dijo un hombre que portaba el uniforme azul de la guardia real.
—Tráiganlo aquí. ¡Ya! —vociferó.
El varón se limitó a asentir en un gesto rápido y se retiró del lugar, cumpliendo las órdenes de su superior.
Minutos más tarde, el uniformado regresó a la sala en compañía de otro guardia quien le ayudaba a arrastrar a un hombre, de quien solo se podía distinguir su cabello rubio manchado de sangre, dado que su rostro se trataba de una masa amorfa y amoratada, producto de los golpes recibidos.
—Miren a quién tenemos aquí —dijo el cabecilla de aquella violenta situación.
Los guardias arrojaron al joven al suelo, quien de inmediato comenzó a levantarse.
Una vez de pie, escupió aquel líquido carmesí que emanaba de sus heridas y miró hacia delante, enfrentando a su mayor enemigo.
—¡Eres un desgraciado! —gritó.
—¡Cállate! Yo sí tendré la capacidad de portar el título que a ti te sobra, no tienes poder ni decisión.
El hombre, ya malherido, recibió un último golpe que lo arrojó al suelo otra vez, como si se tratase de una bolsa de papas.
—Enciérrenlo, allí permanecerá hasta el día de mi muerte, o, mejor aún, de la suya —ordenó.
Una risa cruel y despiadada se oyó en la sala principal.
Desde aquel día, la ciudad de Voda, se sumió en la oscuridad.