—Vaya pedazo de susto que nos diste el otro día, querida —exclamó mi amiga, a modo de saludo.
Aprovechando que era lunes y, por lo tanto, había menos personas en los negocios de la zona, había llamado a mi madre para avisarle que saldría y había acordado con Vane para vernos en nuestra cafetería favorita.
Cuando llegué al local elegido, saludé a mi amiga de forma apacible; cualquier movimiento eufórico me causaba un intenso malestar. Tenía que averiguar con qué rayos me habían dormido. Dudaba mucho de que aquello se debiera simplemente al golpe que había recibido.
Sin perder tiempo, tomamos asiento en una esquina alejada del bullicio de los demás clientes, en especial, de los niños que disfrutaban del diminuto salón de juegos.
—Siento que mi cabeza va a explotar—murmuré.
—Diría que tienes una tremenda resaca, pero sé que no es así. Te encontrabas fatal, amiga.
—Cuéntame qué ocurrió, lo último que recuerdo es que tu hermano iba a llevarte a tu casa, así podía irme a dormir.
―Salí y un tremendo tipo me agarró, tapándome la boca —respondí.
—Lo único que sé es que me encontraba bailando con Adrián y de pronto tu hermano comenzó a llamarme a mi celular; cuando contesté, me explicó que Valentín te había salvado de un secuestro y que estabas en su domicilio.
»En ese momento salí del Club y Adrián me acompañó a la casa de Val; me hizo pasar y me quedé contigo hasta las cinco de la madrugada. No te moviste en ningún momento, pero al menos respirabas. Tu hermano también fue a verte y estuvo conversando un buen rato con Valentín, antes de marcharse —relató.
Todas las versiones coincidían, solo me restaba descubrir qué había ocurrido cuando no Tomi y Vanesa ya no se encontraban en la casa de Valentín. Y, la única forma de saberlo, era volviendo a hablar con él. Sabiendo que no me caía muy bien, era consciente de que resultaría complicado intentar entablar una conversación seria, sin sarcasmo de por medio.
Mientras pensaba en esto, miré el menú que descansaba sobre la mesa. En la parte superior rezaba el nombre del local: Cafetería Latte. Tras un minuto de vacilación, ambas pedimos un café y unos pasteles fritos: uno de membrillo y otro de chocolate, dispuestas a compartirlos, como hacíamos siempre.
—¿Lo conoces? —pregunté, de improviso.
Vane me miró extrañada, por unos segundos; había perdido el hilo de la conversación.
—¿Te refieres a Valentín?
—Sí, el mismo—contesté, en el momento en el que una mesera, a la cual nunca había visto, morena y de rostro risueño, se acercaba a nuestra mesa.
Sin dejar de sonreír, la joven depositó en la mesa dos enormes y humeantes tazas de café cremoso, junto a los pequeños pasteles. Aquello debía ser considerada una de las maravillas del mundo, luego de dormir, claro está.
—Sí, lo conozco ―dijo mientras tomaba un sorbo de café—. ¡Esto está que quema! —exclamó.
—Ten cuidado, recién lo sirven, querida —aconsejé, divertida—. Nunca lo había visto por la ciudad—comenté, volviendo al tema de mi interés.
—Yo lo vi varias veces por aquí, si no me equivoco estudiaba en un colegio técnico; y debo de admitir que ayer no me cayó del todo mal, tiene un humor de perros, pero es cuestión de acostumbrarse, creo.
En ese momento dimos el asunto por zanjado y buscamos temas de conversación más triviales; terminamos recordando anécdotas de cuando éramos niñas y muriéndonos de risa.
Quizás el tal Valentín había vivido y transitado las calles del barrio desde hacía años, pero era la primera vez que lo veía; a menos que él hubiese procurado que no lo conociera. Sin embargo, aparté este pensamiento de inmediato. ¿En qué estaba pensando? Ni que fuera por la vida escondiéndose. Si fuera así, no tenía sentido que me ayudara y me diera asilo después de lo sucedido la noche anterior.
Fruncí el ceño, ante una nueva pregunta: ¿por qué había estado observándome…?
Decidí alejar las hipótesis que comenzaba a formar en mi mente cada vez que me enteraba de algún detalle nuevo; y disfruté el momento con mi amiga. Ya tendría tiempo para visitarlo y descubrir quién era en realidad.
Una vez que terminamos nuestra media tarde, Vanesa me acompañó hasta mi casa, sin dejar de conversar en todo el trayecto. Ella estaba ansiosa por comenzar con el curso de admisión a la Universidad de Ciencias Exactas. Aquello era un claro ejemplo de por qué a veces me preguntaba cómo habíamos coincidido en esta vida, cuando éramos tan opuestas.
Sin embargo, no solo hablamos de su ansiedad, sino que también dedicó un par de minutos a sermonear y a tratarme como si fuese una niña, diciéndome que yo no estaba en condiciones de andar sola por la calle. A veces sentía que se pasaba, pero adoraba a esa muchacha, cargada de la alegría y el sentimiento que a mí me faltaban. Vane era un ser muy emocional; todo lo contrario a mí; o, mejor dicho, a lo que yo dejaba que el mundo viera.
Cuando llegamos a casa, mi madre le ofreció quedarse a comer con nosotros, pero ella se negó, alegando que tenía cosas por hacer. Aquella respuesta me hizo fruncir los labios, en un intento de disimular que la había pillado. No me era difícil saber cuándo mentía, después de todo, éramos cómplices y hermanas de la vida. Sabía que su negativa realmente se debía a que no quería incomodar; aunque jamás lo hacía, era el soplo de aire nuevo para nuestra familia.