Me encontraba corriendo en un lugar que me era totalmente desconocido. Se trataba de un bosque, impenetrable, oscuro y aterrador. Continué con mi carrera y, unos metros por delante, noté como el paisaje cambiaba por completo, mientras me introducía en un claro. Estaba agitada, y mis pulmones ardían con cada inspiración. Al parecer, había corrido demasiado, no estaba segura. Sin embargo, la pregunta que más me preocupaba era: ¿de qué o de quién huía?
—¿Creíste que podrías escapar de mí? —preguntó una voz a mis espaldas, causándome repulsión.
Me di vuelta, veloz, encontrándome con un par de ojos verdes que me escrutaban, atentos y con hostilidad.
Mis neuronas hicieron su trabajo a toda velocidad, permitiéndome comprender que de él de quien huía, por lo que retrocedí unos pasos, por puro instinto. Sin embargo, el desconocido se encargó de acortar la pequeña distancia que había impuesto.
Observé su rostro detenidamente, notando sus endurecidas facciones, mientras que sus ojos poseían un brillo especial cargado de ferocidad. Todo en él demostraba que se trataba de un hombre implacable, intimidante, que me causaba un temor irrefrenable, sin demasiado esfuerzo.
En su antebrazo llevaba una especie de tatuaje, el cual, por mucho que lo intenté, no pude descifrar. Era mucho más alto que yo y bastante más joven de lo que aparentaba a simple vista. Imaginé que tendría unos veinte años, sin embargo, sus rasgos y la seriedad con la que se comportaba lo hacían ver mucho mayor. Mientras que su cuerpo demostraba intensas horas de entrenamiento, lo que me hizo comprender que, por mucho que lo intentara, no lograría escapar de él. No, no saldría de allí. Al menos, no con vida.
Lo vi acercarse más a mí, y, el destello plateado de una navaja en su mano, captó mi atención. Retrocedí un par de pasos, frenándome al chocar contra un árbol.
Sin darme cuenta, me acaba de acorralar en aquel sitio.
Sentí el frío metal en mi cuello y grité, pero nada cambiaría al destino atroz que me esperaba. No había otra posibilidad, no saldría de allí con vida. Moriría en sus manos.
—Al fin desaparecerás de este mundo. Hoy por fin acabaré con esto que debió terminar hace mucho tiempo y no habrá impedimentos para que todo sea mío —siseó.
La hoja afilada de su navaja presionó mi garganta y el dolor fue mi único compañero.
Por segunda vez en la semana, me desperté sobresaltada. Aquella situación comenzaba a estresarme y aún no había logrado encontrar la conexión que podían tener mis pesadillas con mi vida. Siempre se repetía la misma escena, o una muy similar, pero ¿qué tenía que ver eso conmigo?
Era agotador.
De forma brusca, retiré el acolchado y me levanté, malhumorada.
Mientras me vestía, a toda velocidad, con unos pantalones deportivos, una remera un poco holgada y mis zapatillas favoritas, decidí que haría a continuación. Iría a hablar con Valentín y pondría punto final ―o al menos eso esperaba― a una de las más grandes incógnitas de todas las que me atormentaban.
Bajé los escalones que me llevaban a la sala de estar, de dos en dos, con cuidado de no tropezar. Miré el reloj, anclado a la pared de la cocina, a un lado de la alacena, que indicaba el paso veloz del tiempo. Eran las nueve de la mañana, lo cual me permitió comprender el silencio sepulcral que me envolvía. El barrio en el que vivíamos tenía mayor movimiento cerca de las siete, momento en el que todos se dirigían a sus respectivos empleos, luego quedaban pocas personas y se tornaba silencioso y tranquilo. Deduje que, por la hora que era, mi madre ya debía encontrarse en la pastelería y que mi hermano se había marchado al club, detalle que me permitía salir y entrar de casa cuando se me antojara. Se sentía tan bien estar en soledad.
Tras constatar que me encontraba sola en casa, me encaminé hacia el cuarto de baño, en donde abrí el grifo del lavamanos, junté agua formando un cuenco con mis manos y mojé mi cara. Miré el reflejo que aquel cristal espejado me devolvía, viendo mi rostro sonrojado, los pequeños círculos oscuros formados debajo de mis ojos, siempre presentes de manera tan natural y mis pupilas fatigadas.
¿A quién intentaba engañar? Me encontraba en mi peor momento, pero nada, ni siquiera mi aspecto demacrado, me detendría.
Cepillé mis dientes, junté mi cabello en lo alto de mi cabeza, formando un rodete y lo sujeté con una hebilla ancha, antes de dirigirme de nuevo a la cocina, en donde tomé una mandarina que había en la encimera y busqué la llave de la puerta principal, recordando que me había dejado el celular en la habitación. Blanqueé los ojos, antes de suspirar y subir deprisa en su búsqueda. No había ni la más mínima chance de que saliera sin él.
En cuanto tuve lo que necesitaba, tomé el manojo de llaves doradas que estaba acompañado por un llavero de un pez plateado y salí al jardín de la entrada, tras lo cual cerré, con dos giros de llave, aquella imponente y asombrosa puerta que, cada vez que la veía, me recordaba a mi padre; era imposible no pensar en el amor que demostraba por todo aquello que pareciera natural.
Tras permitirme aquellos segundos de nostalgia, suspiré y crucé el jardín, abrí la puerta de reja y puse un pie en la vereda, con determinación. Ya no había marcha atrás. Era hora de ser madura.