Lúcido

Capítulo único.

 

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  En sus momentos de lucidez, todos los locos son sorprendentes. 

Casimir Delavigne.

 

【。。。】

El viento revolvió sutilmente el cabello de René.

Llevaba más de diez horas caminando entre calles desiertas desde la mañana y parecía que su peregrinación jamás acabaría.

Sus ropas lucían demacradas, rotas y sucias, consecuencias de las batallas que tuvo que librar para seguir adelante. Iba a paso lento y forzado, ya que sus fuerzas se estaban consumiendo producto de las persecuciones anteriores.

Detuvo su paso cerca de un parque, y justo como se lo imaginó, no había nadie.

Se arrastró como pudo debajo de un árbol. Pego su espalda al tronco duro y se recargó para descansar tan siquiera un poco. Inhalo y exhalo varias veces, intentando penosamente que cascadas salinas no escurrieran por sus luceros de azul zafiro.

No tenía a donde ir, ni a quién acudir, mucho menos ganas de sobrevivir; lo había perdido todo.

Su familia lo odiaba, de hecho, todo el mundo lo hacía. Le aborrecían de tal manera que su muerte no les satisfacía; querían consumirle en cuerpo y alma, deseaban torturarle hasta el infinito alba, anhelaban apreciar su agonía como si no hubiera un mañana.

Seguía sin poder entender lo que estaba sucediendo, lo rápido que pasaron las cosas y lo tenebroso que se tornaba a cada segundo.

Tan solo hace unas horas había despertado temprano como de costumbre y fue hacia el comedor para desayunar cereal con leche. Hace unos días les prometió a sus padres que iría con ellos para celebrar el cumpleaños de su hermanito.

Lo cierto es que no quería ir, era un fastidio.

Y no porque los odiara, sino que simplemente el tenerlos cerca lo lastimaba.

Hace siete años que ya no vivía con su familia, después de graduarse y conseguir empleo salió de inmediato de esa casa, tratando de alejarse de ellos a toda costa. Dolía verlos, le oprimía tenerlos y sentía repudio de sí mismo por no quererlos cerca.

Empero, hoy debía hacer una excepción, porque a pesar de todo los amaba y más a su adorado hermano. Así que, dándose una ducha rápida, se emperifolló, tomó el obsequio que había comprado desde la semana pasada y sin más, subió a su auto rumbo a aquel lar que alguna vez le dio los más grandes martirios.

Cuando llegó escalofríos se apoderaron de su cuerpo.

La decoración de festejo estaba perfectamente armada, los colores verdes y azules inundaban la atmósfera del patio delantero con excentricidad, sillas, inflables y hasta se apreciaba una mesa repleta de regalos. Lo único ausente eran los invitados y su familia.

Intranquilo miró el pastel en el centro, se veia apetitoso con ese glaseado de moras y adornado con un garabato que pensó, era la caricatura popular en turno. Observó más de cerca y notando que las once velas estaban a punto de extinguirse, tembló.

Con miedo y algo de zozobra volteó su mirada a la puerta principal.

"¿Entreabierto?", examinó con desconcierto.

Una gota fría de sudor viajo de su nuca hasta las profundidades de su cuerpo calando sus huesos. Presentía que algo no andaba bien, su instinto le incitaba a huir tan rápido como pudiese, pero la sospecha de que algo malo le ocurría a su familia se lo impidió.

"Los amas.", se dijo y repitió cien veces, tratando de darse valor, o en su defecto, creérselo.

Más turbado que confiado se dirigió a la casa. El viento se había tornado recio, lo suficiente para hacer ondear sus ropajes y aplicar una ligera dificultad en su avance.

"No...no puedo...no debo.", balbuceos mentales inundaron su psique violentándola.

La paranoia se estaba apoderando de su ser, algo le decía que el mismo mundo no deseaba que entrase a esa casa y al mismo tiempo lo obligaba a hacerlo. Sostuvo su regalo con una mano para aproximar la otra a la puerta ya abierta, en ese momento se sentía como Pandora a punto de darle la bienvenida a su perdición.

Gritó aterrado.

          —A-Aarón ...—musitó el nombre de su querido hermano menor.

Semejante a un animal encorvado vestía un traje de pirata rasgado. Mugía con recelo, sus ojos no mostraban nada más que hambre y salvajismo, los dientes del infante crecieron estrepitosamente junto con sus uñas de pies y manos, la piel apiñonada que antes poseyó ahora era gris y saliva junto con un líquido escarlata que prefirió no definir, escurrió de su pequeña boca.

            —Santo Dios...—susurró atemorizado.

René retrocedió por inercia cuando Aarón alzó su vista hacia él y le mando una mirada turbia. Sin saber que hacer tiro el obsequio al fondo del lugar, e igual a un ser sin adoctrinar, el niño siguió aquel objeto cuadrangular.

Vio pasmado como su pequeño hermano destrozaba la pista de carreras que le quería dar, aun sin creer lo que sus ojos le mostraban.

Un sonido brutal le obligó a girarse con dirección al sótano, ahí donde muchas veces había llorado en ausencia de sus padres y lastimado cuando pensaban estaba con sus amistades, de ese compartimiento pegado a las escaleras salieron sus progenitores.

Con la misma esencia de su consanguíneo lucían perdidos, sí, esa era la palabra ideal para describirlos. Ya que a pesar de no se parecían, ni de broma, a sus considerados y pacientes padres, tampoco podría (o quería) admitir que no lo eran.

No obstante, a diferencia del menor, estos estaban dispuesto a atacarlo sin piedad.

La primera en hacerlo fue su madre, sin compasión se abalanzó hacia su cuerpo estático y le rasguño el rostro. Mordió su cuello y jaló de sus cabellos. La empujo con culpa, más al ver como su madre se retorcía por el impacto, se recriminó por causarle daño msd en lo profundo, le alivió.




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