Lucifer también tiene alas

3.

Sueña con que suena una sirena en algún lado. Su pitido es fuerte, agudo y constante. La oye desde lejos, pero sabe que debe ir. Es una pesadilla recurrente. El humo ocupa todo el lugar donde debería haber aire. Hay una nube gris espesa que flota en su lugar.

Sabe que debería despertarse, levantarse, moverse. Pero no puede. La pesadez en el pecho se hace cada vez más densa y le impide siquiera girarse. Es posible que la casa esté en llamas.

Desde afuera, suben las voces de los vecinos hasta las ventanas. Los imagina ahí afuera: señalando, gritando, tal vez, juzgando. Todo esto pasa por su culpa. ¿O no? Los dedos de los desconocidos (y también conocidos) apuntan hacia la casa que se quema; hacia él que también se quema.

Despierta sofocado. Mira el reloj, todavía no son las cinco de la mañana. Por la ventana se ve el cielo oscuro despejado. Será difícil volver a dormir. Odia esa pesadilla. Pasa el tiempo y sigue ahí, tan presente como los recuerdos que la trajeron: Estrella, la policía, los interrogatorios, las peleas familiares, la huida. Porque, a pesar de lo mucho que le pese reconocerlo, es hora de que se diga la verdad a sí mismo: él no se fue, él huyó. Y con él, huyó también su familia. Sus verdaderas víctimas habían sido sus padres y su hermana.

Pero reconocerlo no hacía que el peso sobre sus hombros disminuyera. Al contrario. Sentía que, después escapar por primera vez, ya no dejaría de hacerlo.

Cerró los ojos, consciente de que le costaría horrores volver a conciliar el sueño. Debía intentarlo. Ese jueves sería un día largo. Tenía mucho para hacer en la casa. Cuanto antes la terminara, antes se iría de ese pueblo que solo le traía amarguras y decepciones. Quería, necesitaba, huir de nuevo.

 

Los miembros de la cooperadora del club se habían reunido el miércoles en sesión extraordinaria para, a decir verdad, compartir el chisme. Todos habían escuchado que Adrián Lerner había vuelto al pueblo y que, de alguna manera, había estado de paso en la última reunión del taller de arte.

—Pablo fue profesor suyo y él vino a saludarlo. Me parece muy correcto de su parte— mencionó una señora que no se animaba a tirar la primera piedra, sino que esperaba a que alguien más le diera la oportunidad.

—Solo fue una visita de cortesía. No creo que tenga intenciones de participar en el grupo.

—Claro, se lo ve como un muchacho más atlético que artista.

—Tal vez deberíamos darle una oportunidad.

—Yo jamás dejaría que mis hijas estén en la misma sala que él, Mercedes— le respondió otra señora a la anterior.

—En el colegio solía jugar al fútbol.

Las palabras se fueron encendiendo poco a poco, hasta que:

—Oh, por favor. Alguien debería animarse a decir que acá no aceptamos convictos— refunfuñó un señor mayor.

Reinó de pronto el silencio. Todos se miraron con los ojos abiertos de par en par. Tal vez, solo tal vez, muchos pensaban lo mismo y no se animaban a decirlo.

Al final, decidieron hacer una votación secreta. Al contrario de lo que supuestamente esperaban todos, fue decisión casi unánime permitir que Adrián participara del grupo de arte. Lo que dejó bastante claro que todos, o la gran mayoría, lo que en realidad quería era fomentar el chisme y, tal vez, encontrar nuevas razones para seguir señalando como culpable de todo al recién llegado.

A poco de conocerse la decisión de la cooperadora del club, los murmullos comenzaron a correr entre la buena sociedad del pueblo. Allí a donde Adrián iba, allí la gente ya lo sabía. ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse? ¿Desde cuándo era artista? ¿La policía sabía de sus nuevas aficiones? Y la más recurrente de todas, ¿cómo tenía la desfachatez de seguir con su vida bajo las narices de los Cévoli?

Nadie tenía la respuesta a esta última, ni siquiera él. Pero la realidad es que la vida seguía. Como le había dicho su madre mientras iban por la ruta a buscarse un nuevo hogar siete años atrás: solo cabía esperar el tiempo suficiente y así, sin más, uno descubre que va pasando la vida. Un día a la vez y, de pronto, ya se habían volado siete años.

El fin de semana anterior, Adrián se había acercado al taller de Lucio. Este era herencia familiar. Parecía que las reposeras de arpillera también. Allí seguían.

—¿Vas a perder tiempo con ese grupo de cogotudos?— se mofó su amigo.

Adrián tomó un sorbo largo de cerveza. La lata plateada giraba en su mano mientras murmuraba cosas como que sí, que la vida seguía y que si el pueblo no estaba listo para verlo avanzar, pues allá ellos.

—Le pones bastante coraje, Adrián. Te felicito.

Pero no había nada para felicitar, pensó el visitante. Solo quería mostrar esa fachada que con tanto esfuerzo había estado construyendo en los últimos siete años. Quería, deseaba, que todos creyeran que él estaba bien. No por él, sino por Estrella. Para que empezaran a dudar de cómo un tipo que está tan bien puede haberle hecho mal a alguien como ella. Para que así les entrara la duda dentro de sus cerebros cerrados.

Otra vez se miraron los amigos como siempre y brindaron:

—Por Estrella— al unísono.




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