Lucifer también tiene alas

4.

El despertador sonó a las ocho de la mañana como de costumbre. Selena aún no terminaba de lavarse la cara y desenredarse el cabello pero su abuela ya le tenía el desayuno listo. Cuando se acercó a la cocina, la joven sonrió ampliamente. Panqueques.

Después de comer, ambas tomaron sus tazas de café con leche con las dos manos. Desde lejos, parecían dos versiones de una misma mujer: la muchacha y la anciana. Sendos cabellos ondulados, unos, castaños y los otros, grises. El color de los ojos había sido desgastado por la catarata en la abuela, pero en otra época había sido verde oscuro como el de su nieta. De todos modos, ambas utilizaban sus lentes de aumento cada tanto: para mirar la novela o para las horas de lectura.

—Hoy termino con las clases, voy a pintura y empalmo con el trabajo. No volveré hasta la noche— avisó Selena a su abuela.

—Tómate un taxi si estás muy cansada al terminar, hija— aconsejó la vieja.

El día prometía ser de locos. Pero solo tenía dos jornadas como esta a la semana, y bien valían la pena. Al menos eso pensaba mientras esperaba el colectivo a cuatro cuadras de su casa.

Desde lejos, él la miraba y pensaba en que quizás no era prudente que pasara tanto tiempo fuera de casa. No con tantos vándalos dando vueltas por la ciudad. ¿Cuándo había tenido que empezar a preocuparse por la seguridad de alguien? Tal vez después de ese caso de hace años, el de Estrella. Sí, tal vez ese había sido el comienzo. Pero, ¿por qué Selena entre todas?

Ella subió al colectivo y se perdió a lo lejos. Él dejó de pensar tanto. Era Selena porque tenía que ser ella. Y punto. Lástima que ahora las cosas cambiaran. Y no justamente para mejor.

Mientras subía los cambios en el auto y apretaba el acelerador, se dijo que quizás llegaba la hora de hablar finalmente con ella. Las posibilidades de acercarse eran infinitas, dado que ella era una chica bastante sociable. Él solo debía sonreír y, tal vez, hacer que ella también riera. Siempre funcionaba con las chicas. Era una receta que nunca fallaba.

 

El club retumbaba junto con las pelotas de básquetbol. Selena se abrió camino por detrás de las gradas, derecho hasta la puerta que comunicaba con los salones. De reojo, era imposible no mirarlo a él: Martín. Era el mejor jugador, de lejos. Sin embargo, no era el capitán, porque no era lo suficientemente alto.

Pero a ella no le importaba su altura que, de paso, era más que la de ella. Sí se fijaba en su sonrisa, la que algunas veces le había compartido. Y los ojos marrones con esas arruguitas a los costados cada vez que el sol le daba de frente. Porque sí, habían hablado muchas veces. Tal vez Selena seguía cumpliendo con el grupo de arte solo para poder cruzar algunas palabras a la semana con Martín. O tal vez era él quien seguía jugando allí aunque hubiera perdido la oportunidad de un mejor club para poder seguir teniéndola a ella en las gradas, aplaudiendo sus dobles y triples.

Martín sonrió al verla y ella frenó en seco; la mochila se le deslizó por el hombro y cayó con un golpe seco.

—¡Ten cuidado!

Desde atrás le llegó una voz grave, alertándola.

—Oh…— Solo un monosílabo como respuesta.

Selena se agachó y tomó la mochila por una correa. Al mismo tiempo, el desconocido tomó la otra: ambos levantaron el peso al mismo tiempo.

“Es él”, pensó Selena y sus pensamientos tal vez se leyeron en sus pupilas dilatadas. “Es Adrián Lerner. Realmente vino”.

—Vamos a llegar tarde. Quizás quieras seguir adelante o dejarme espacio para pasar— intentó no sonar tan descortés Adrián.

—Claro— murmuró ella y se corrió de la puerta. Dejó que él pasara primero. Incluso con un poco de vergüenza, pero sin mucho disimulo, lo miró caminar por el pasillo.

El nuevo era alto y de complexión robusta. Los músculos de su espalda y brazos se marcaban bajo la remera desgastada blanca. Sorprendentemente, la fina tela dejaba notar unas marcas verticales. Selena apuró el paso para verlas más de cerca, olvidando de quién se trataba y que, de todos modos, las reglas de la buena educación no lo permitían.

Parecían cicatrices. Inhaló ruidosamente. Como si de allí pudieran crecer dos enormes alas. Y serían oscuras. Sí, solo así serían suyas.

Como si hubiera sabido del escrutinio al que lo había sometido por el espacio de tres largos minutos, Adrián Lerner volteó hacia Selena y la miró directamente a los ojos.

Desde su pequeñez, ella elevó la mirada y descubrió, con asombro, un bello par de ojos grises. “Bello”. Augh. Se retó a sí misma por encontrar algo bello en ese espécimen.

—¿Quieres decirme algo antes de entrar?

Logró decir él de manera relajada. Sabía que ella lo miraba con cierto miedo y ello lo hartó. Estaba cansado de las miradas que lo juzgaban y que le temían allí a dónde fuera. Pero era tan cobarde que solo se animaba a enfrentar a esa niña de grandes ojos verdes que lo miraba desde lo bajo con un tierno puchero en los labios.

—No—. Logró decir ella casi en un susurro.

—Bien. Porque he tenido la amabilidad de levantar tu mochila del suelo y pasar por delante de ti para que no te sintieras intimidada por mi presencia y siento que lo retribuyes con miedo. Mira, vengo aquí a pintar. Espero que tú también.

“Me está hablando. Realmente me está hablando. ¿Qué debo decirle? ¡Claro que me ha dado miedo! ¿O se piensa que no intimida con esa musculatura y esos ojos oscuros a medias?”

—Yo también.

Ese día, en el salón, nadie pudo decir que hizo contacto visual con Adrián Lerner. Él se mantuvo firme en su palabra de pintar. Y aunque cosechó miradas furtivas de varios de los asistentes, él no levantó los ojos.

Selena lo imitó a la perfección, a pesar de que por dentro, temblaba. Recordaba sus palabras en el pasillo y la manera en que la había mirado. Y sus nervios no procedían del miedo sino de una extraña sensación en la boca del estómago. Esos ojos. Dos carbones fríos que no tenían punto de comparación. Esos ojos no miraban a nadie pero la habían mirado a ella. De entre todos: a ella.




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