La fiesta de primavera estaba a la vuelta de la esquina. La ciudad a pleno se preparaba. Era el tiempo de brillar de los estudiantes: los más sobresalientes en la currícula, los deportistas más prometedores, las chicas más populares.
Selena sentía un cierto odio y respeto por esa fiesta a la que solía llamar “la adoración pagana a los dioses sin Olimpo”. Algunos años atrás, cuando aún estaba cursando la secundaria, se había sentado una tarde a pintar, tomar una gran taza de té de naranja y a pensar en su aversión a la tan mentada celebración a la vida.
La elección de la reina.
Era un poco obvia, pero esa era la razón.
Se había mirado al espejo; primero, de reojo; luego, de frente. Sentada en una silla alta, envuelta en una camisa vieja y con el pincel en la mano chorreando pintura bordó, no solo no era el prototipo de reina. Sí, esa era tal vez una fracción de la verdad.
Estaba esa reina, elegida un par de años atrás. Todos la conocían. Hubiera ganado cualquier premio a la mejor sonrisa. Además era conocida por su veta artística: sobresalía en cualquier obra teatral y presentación de danza clásica. Tenía el porte de un ángel y además, prácticamente lo era. Desde pequeña visitaba asiduamente el centro de abuelos de la ciudad.
Ninguna reina de la belleza había sobresalido tanto como ella. Todas las demás habían sido estrellas fugaces que se apagaron con el frío de los años. Ella no, brillaba y permanecía en el cielo de lo eterno.
Celos, ¿quizás? No. No eran celos lo que sentía Selena. Era otro sentimiento indescriptible. Cuando ves algo en un escaparate y quieres tocarlo para probar que sea real… Y no puedes. Así se sentía. Ella quería tocar la vida de esa reina aunque sea por un día.
Porque la reina tenía más que gracia, talento y bondad. Tenía algo que Selena desconocía: el amor de sus padres, la posibilidad de un futuro brillante, el mundo a sus pies.
Cada año, la carroza de la reina se vestía de gala y paseaba a la jovencita más mimada y amada de esa pequeña ciudad. Esa era la realidad. Selena nunca había visto que una chica simple como ella ocupara ese asiento. Alguien que no iría a una universidad en otra ciudad mayor ni viajaría jamás países extranjeros. Alguien cuya vida estaba destinada al trabajo constante, el estudio cerca de casa y el esparcimiento de los sábados a la noche en el mismo pub del centro de la ciudad. Cada día, por el resto de su vida.
Así pasó el año de Selena y alguien que no fue ella paseó en la carroza real. Las flores llenaban las calles. La banda de música de los boys scout, los grupos de danzas folclóricas, algunos extranjeros con sus banderas y los productores de los campos vecinos se unieron a la caravana con música, bailes y bocinazos. Así empezaba la mejor época. Para los estudiantes: llegaban las fiestas de fin de año. Para los trabajadores: empezaba la cosecha.
Selena miró todo esto desde un costado. El año siguiente no cambiaría sustancialmente de aquel que terminaba. Comenzaría la universidad allí mismo, entraría a trabajar en el supermercado mayor (el gerente, amigo de su abuela, ya le había prometido el puesto) y seguiría tomando clases de pintura en el club social.
La vida en una ciudad pequeña como esa tiende muy poco a cambiar. Es predecible y fluye lentamente, como el río que corría próximo y que dividía la ciudad de las chacras y campos vecinos.
Hasta que tiras una piedra al agua. Entonces se forma un pequeño remolino y el curso se altera.
Como cuando perdieron a la reina de belleza perfecta en esa fatídica noche.
Como cuando vieron volver a Adrián Lerner.
Entones el pueblo entero se alteró. En una y otra ocasión. Habían pasado años, pero la memoria se mantenía caldeada. Aunque no habían hallado ningún culpable, el recuerdo de los dedos señalando implícita y explícitamente a Adrián todavía se mantenía.
“Él la mató. Adrián mató a Estrella”.
Nada hace más ruido que el silencio tras una acusación. Fueron pocos quienes apoyaron a Adrián. Lentamente perdió amigos, familia, trabajo. Se quedó solo y, eventualmente, tuvo que irse.
“¿Qué hace él acá?”, se preguntó Selena cuando lo vio caminar hacia ella en el supermercado. Nervios subieron hasta sus manos. “Otra vez me está mirando”. Esos ojos grises descansaban en los de ella. O, más bien, se imponían a los de ella.
El gerente se interpuso entre ambos, cortando el andar del recién llegado. Selena los vio intercambiar algunas palabras que no pudo oír. Luego ambos retomaron la marcha.
—Adrián, ella es Selena, de mesa de informes. Selena, este es Adrián. Viene a trabajar en el depósito.
Fue entonces que ella reparó en su chomba blanca y verde, idéntica a la que llevaba ella.
—Hola— murmuró. Le tendió la mano.
—Ya nos conocemos—, Adrián ignoró su mano y se volvió hacia el gerente.
—Mejor así. Vamos al depósito. Verás a los demás en el trascurso de la jornada.
La mano de Selena quedó en el aire, sin saludo. Por alguna razón, se sintió desilusionada. Se giró hacia donde caminaba su nuevo compañero y lo vio alejarse erguido, tal vez orgulloso. Si supiera el revuelo que causaría allí su presencia, tal vez iría con más cautela. Pero, en realidad, ¿qué le importaba a ella? Él no había gastado palabras en saludarla siquiera.
Entonces se volteó a mirarla. La ubicó enseguida y fijó en ella su mirada oscura. No sonrió ni dijo nada. Solo la contempló unos segundos y después se perdió a la vuelta de una góndola. Selena se quedó mirando esa góndola durante unos minutos, aun cuando Adrián ya no estaba.