Lucifer también tiene alas

7.

Los fuegos artificiales se alzaron sobre el río y rompieron en miles de estrellas en el cielo oscuro de la noche. La fiesta estaba en su esplendor. Se oía la música a lo lejos. La algarabía inundaba el aire y viajaba kilómetros a la redonda. El cielo estaba despejado y el clima se mantenía agradable.

Adrián se sentó en la galería delantera y abrió una cerveza. A pocos pasos del río, en la orilla del lado de la ciudad, escuchó las risas lejanas. Nunca, en los últimos años que había pasado fuera de la ciudad, se había sentido tan lejos de todo.

No tenía remedio. Cada vez primavera sucedía lo mismo. Ni un solo día había pasado desde aquella de 2006. Y, sin embargo, el calendario marcaba ya siete largos años después.

Terminó la primera lata y abrió una segunda. Cada tanto, picaba maní que sacaba de una bolsa. Había sido acertado tomarse el día e irse al campo con su tío. Quizás muchos lo podrían percibir como un acto de cobardía. Tal vez, en el fondo, lo era. Simplemente, no se sentía bien quedarse en el pueblo mientras la gente se divertía y elegía una reina de la primavera y bailaba y él… Él enmudecía y perdía la cordura, y caía de nuevo en el pozo de las dudas y los dedos que lo señalaban.

 

Los días previos habían estado llenos de fiesta y tensión por partes iguales. Como cada año, el grupo de pintura se ocupó de pintar el mural del escenario. La temática elegida fue la cosecha y los artistas se habían inspirados en un óleo antiquísimo de Pieter Brueghel, un pintor neerlandés.

Las pinceladas de fondo abrían en el lienzo un cielo inmensamente celeste, claro y caluroso, curiosamente. En los últimos días, la temperatura había ido subiendo de grado a grado y el trabajo bajo el sol parecía extenderse más de lo que a algunos podía gustar. Finalmente, eran dos o tres quienes lograron comprometerse para terminar la pintura.

Adrián alzaba el rodillo manchado de celeste y cubría la tela de grandes proporciones. No quería levantar la vista de su tarea y trabajaba con el ceño fruncido, como si aquello fuera más difícil de lo que parecía.

A escaso metro de él, Selena acababa de mancharse de pintura amarilla. El campo de trigo en el que trabajaba no estaba nada mal. Al menos eso juzgaba Adrián desde su destierro a orillas de la pintura.

Pablo, el profesor, se había arremangado la camisa de trabajo y también daba pinceladas enérgicas. En su infinita paciencia, quería comprender que la falta de mano de obra se debía a la edad de los pintores: solo se habían podido comprometer los más jóvenes. Pero la realidad era otra. La presencia de Adrián todavía sembraba resquemores entre los asiduos del club.

Mora también pintaba. Adrián la miró al pasar, estirándose para alcanzar el tacho de pintura marrón con la que pintaba la tierra revuelta recién arada. Ella lo ignoró, como cada día desde el primero, cuando lo hubo mirado por única vez. Ese día se había llenado la boca de murmullos para su amiga. Después de eso, solo había habido silencio. Él sabía de sobra que habían sido los padres de la chica quienes más fervientemente se habían opuesto a que él entrara al club, aunque al final había ganado el voto de la mayoría.

El trabajo tomó tres semanas. En algún momento, llovió. Y la humedad y el calor retardaron el proceso de secado. Los detalles también necesitaron más tiempo de lo esperado. Para cuando firmaron el trabajo, solo estaban Selena, Mora, el profesor y Adrián. El resto había ido tejiendo excusas hasta finalmente desaparecer.

Llovía de nuevo. Caía la noche en la ciudad y, tras un día agotador, el reducido grupo había terminado la pintura. Selena consultó el reloj en su teléfono, y lo guardó rápidamente al ver que una gota gorda caía por su pantalla. Eran las nueve ya. Apenas guarnecida bajo un medio techo de plástico, esperó el colectivo que parecía no llegar más.

Perdiendo el tiempo estaba cuando frenó frente suyo una camioneta azul. La reconoció enseguida. Más que verlo, lo presintió, mirándola a través del vidrio mojado. Selena le sostuvo la mirada. Tenía las manos cerradas en puños para no temblar.

Adrián la miró allí de pie. Parecía una niña, con su escasa estatura, sus jeans rotos y esa campera de gimnasia roja que parecía ser eterna. Se pisaba las puntas de los pies. Estaba nerviosa.

No dijo nada, solo la miró. Hacía solo unos momentos, habían estado trabajando juntos en el mural. Estuvieron uno al lado del otro pintando con la música de una emisora de radio de fondo y el sonido de los pinceles contra la latas. Incluso recordó que tan solo unos días atrás habían sido presentados en el supermercado y que casi se habían dado la mano.

Él no hizo ningún movimiento, ni siquiera bajó la ventanilla para verla. Solo se quedó ahí, con el motor en marcha y la lluvia mojando los vidrios oscuros. Selena tampoco se movió, aunque el sentido común le decía que huyera, tal vez que gritara. De todos modos, que reaccionara.

El sonido de una bocina los trajo de vuelta a la realidad. Ambos miraron hacia atrás: era el colectivo que pedía lugar para detenerse. La chica oyó el cambio en el motor de la camioneta y luego vio cómo se alejaba. Cuando pagó el boleto, las manos le temblaban. Se sentó junto a una ventanilla e intentó poner sus ideas en orden.

Sentado frente a la ventana de la cocina, Adrián masticaba la cena sin saborearla. Se retó por ser tan imprudente. Debía ser más cuidadoso si quería pasar los siguientes meses sin problemas. Pero esa chica… Era ella, lo presentía. “Selena”, dijo en voz baja y se dio cuenta de que era la primera vez que pronunciaba su nombre.

Alcanzó el móvil que descansaba sobre la mesada. Buscó entre los integrantes del grupo de trabajo y encontró su número. Quiso escribirle pero, ¿qué iba a decirle? “Perdón por asustarte”, “solo pensaba darte un aventón”, “no tengas miedo de mí”. O, tal vez, “yo no fui”. Pero, la verdad, ¿a quién le importaba? ¿A ella quizás? Pero entonces la recordó, en todas las veces en que la había escuchado cuchichear con su amiga. También las miradas recelosas que le dirigía si lo cruzaba. No. A ella no le importaba nada: ni su inocencia, ni sus buenas intenciones ese día bajo la lluvia.




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