Lucifer también tiene alas

9.

El perfume de Adrián se sentía pesado en el aire encerrado en esa cabina. Selena se abrochó el cinturón y murmuró un “gracias” casi inaudible.

—¿A dónde vas? —Pidió Adrián que le indique el camino a su casa. Esperaba que no fuera lejos. De pronto, se preguntaba qué tan loca había sido la idea de invitar a esa desconocida a un aventón con el asesino del pueblo. O quizás, qué tan loca estaba ella por aceptar.

Selena estaba en silencio. Levantó la mirada del tablero y la fijó en los ojos de Adrián. Él, que durante todo el día había estado viendo a una niña, encontró una profundidad insondable.

—Quiero ir lejos. Pero supongo que te refieres a mi casa, ¿verdad?

Volteó hacia ella y apoyó su codo sobre el volante. La miró de frente.

—¿Dónde es lejos? —Preguntó curioso. Se imaginó que ella hablaba de la playa, a treinta kilómetros de allí—. ¿La playa es lejos?

—Bfff. Si la playa es lejos, tu mundo es más pequeño que el mío —bufó Selena. Era esperable, alguien como él jamás la vería más que como una pueblerina de mente estrecha—. Mi casa estará bien. Solo tienes que seguir derecho dos cuadras y doblar. Voy cerca de la parada del colectivo.

Adrián conocía esa parada. Estaba a tres cuadras de la casa donde había crecido. Manejó en silencio.

—Otro día, iremos lejos.

Ella se rio. Adrián había hablado con mucha seriedad, como si realmente creyera esas palabras.

—Bien.

Él esperó verla entrar por la puerta principal. Fue entonces que arrancó de nuevo y siguió su camino.

 

Las refacciones de la casa iban bien. El techo había necesitado arreglo debido a goteras que habían ido en aumento con el paso de los años y la falta de cuidados. Alguien había robado la grifería de la cocina y quebrado el mármol de la mesada. El baño tampoco estaba en su mejor presentación.

Cada uno de esos detalles implicaba dinero. Adrián era consciente de que los contratistas abusaban un poco de su particular situación: ellos eran los únicos dispuestos a trabajar con él. Por ello, cobraban lo que les parecía oportuno y a él solo le quedaba pagar. Pero los arreglos iban en marcha. De a poco volvería la casa a tener su antiguo esplendor.

Pensó en tomar algunas fotos y enviarlas a sus padres, pero desestimó la idea. Ellos habían decidido desentenderse de todo lo que tuviera que ver con esa vida. Incluida estaba la casa.

Adrián guardó el móvil de vuelta en el bolsillo. Entonces lo sintió vibrar. El característico “bip” que anunciaba el recibo de mensajes sonó. Miró la pantalla; no tenía al remitente agendado.

“Gracias por traerme a casa”.

Sonrió. Selena se había bajado de la camioneta y había entrado a la casa sin siquiera darse vuelta a mirarlo una vez. Incluso sin decir gracias.

“Pensé que estabas enojada por no irte lejos”, le respondió.

“Nunca podré irme lejos”, puso Selena y él presintió que hablaba de un anhelo más lejano que la playa a treinta kilómetros.

“No hay mucho para ver allá afuera, Selena”.

“Lo dice alguien que desearía no haber regresado a casa”.

Era verdad. No había escondido a nadie que su vuelta al pueblo era solo temporal y que no coincidía con sus ganas.

“Touché”.

La abuela llamó a Selena a cenar y ella dejó el teléfono momentáneamente olvidado. “Se fue”, pensó Adrián mientras miraba la pantalla inmóvil.

Terminó de recorrer la casa y se fue. Esa noche, releyó la corta conversación y, entre líneas, leyó el deseo de huir de la monotonía de ese lugar pequeño para conocer el mundo. El mismo deseo que él había experimentado alguna vez en su vida. ¿Dónde había quedado? Allí, encerrado entre los confines de ese pueblo que no soltaba ni perdonaba.




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