No la había cruzado de camino a casa. Aunque deliberadamente había tomado por el camino que bordeaba la costanera, más allá de la zona balnearia, no había encontrado rastro de Selena.
Una lástima, se dijo. Una suerte… De las malas.
Todavía creía que todo debía suceder según la casualidad y no se animaba a escribirle. Se había enterado por charlas que escuchó de otros que había pasado su cumpleaños de la mejor manera posible, pero que no había llegado el mensaje que tanto esperaba. Todos presuponían que era el de sus padres. Era un secreto a voces que ellos la habían abandonado después de una separación problemática, cuyos detalles rozaban la violencia.
Desde que había llegado al pueblo y se la había cruzado, había sentido la duda. Esos ojos verdes escurridizos pertenecían a un recuerdo de su adolescencia. Estaba casi completamente seguro. Ya iban dos meses ahí y las tardes de pintura, las idas y vueltas en el supermercado, aquella única vez que la hubo alcanzado hasta su casa habían hecho crecer la certeza: era ella.
Adrián lo recordaba. Durante mucho tiempo, ese recuerdo no tenía facciones definidas. Ahora sí. Y eran los rasgos de Selena.
Había salido con Lucio y otros amigos a jugar a la costa del río. Allí inventaban historias sobre ser exploradores en tierras lejanas: caminaban apoyados en bastones hechos de largas ramas, en fila y con el paso acompasado. Llegados algún punto, se dispersaban. Juntaban leña para un fuego que nunca encendían y se trepaban a los árboles. Se arrojaban al río, salían chorreando agua y volvían a meterse. Así pasaban tardes completas de verano.
Hasta ese día en que el árbol conservaba la humedad de varios días de lluvia. Se resbaló y, sin llegar a pensar cómo atajarse, cayó en peso muerto sobre la tierra también húmeda. Al principio solo se había asustado. Pero solo instantes después pudo sentir un dolor punzante que le recorría el brazo.
A las corridas, como pudo, llegó hasta su casa. Sus amigos lo acompañaban, pálidos de miedo ante el reto que se les venía como grupo y en forma individual. Pero para eso tuvieron que esperar. Los padres llevaron a un Adrián de doce años al hospital, nerviosos y asustados. Después de una radiografía vinieron vendas de yeso. El diagnóstico decía que el intrépido explorador se había quebrado la clavícula.
En la sala de espera, Adrián se sentó recién enyesado. Inmóvil e incómodo. A su lado, una niña pequeña hamacaba los pies, dado que no le llegaban al suelo.
—Mi mamá tiene una lastimadura en la cara —le dijo con la voz hecha un susurro. Tenía los ojos verdes más tristes que Adrián hubiera visto.
Él, que apenas podía moverse, rebuscó en su bolsillo y encontró un chupetín color rojo. Se lo tendió, como si así pudiera consolarla.
Minutos después, una señora mayor acompañaba a otra más joven. Esta tenía un apósito sobre uno de sus ojos. Como la niña, ambas mujeres tenían los ojos verdes. Se acercaron a ellos, venían por la pequeña. Cambiando sus expresiones a sonrisas forzadas, la tomaron de la mano y le dijeron algunas palabras. Ella les mostró el regalo y la señora mayor, presumiblemente la abuela, miró a Adrián a los ojos. Hizo una mueca que quiso ser también una sonrisa, como agradecimiento. El adolescente sintió tristeza ante su intento, aunque bien no supo por qué. Luego las tres mujeres cruzaron la sala de espera y se fueron por la puerta principal.
Le tomó algunos años a Adrián unir las palabras de la niña con la venda sobre la sien de la madre y los ojos tristes de las tres mujeres. Para eso había visto películas y había descubierto que no todas las parejas tenían la buena relación de sus padres.
Pero ahora Selena, que era la niña triste que ya no estaba triste, era una mujer. Había cumplido la mayoría de edad y se valía por sí misma. Ya no estaba desvalida en el hospital, esperando a una madre golpeada y a una abuela abatida.