Lucifer también tiene alas

14.

El calor se tornaba insoportable. Ni una gota de viento movía el aire de la pequeña ciudad. La coleta de Selena se movía al son de su pedalear; uno muy lento. Su mochila colgaba sobre su espalda y la hacía traspirar. Llevaba un solero verde que, por alguna razón, parecía atraer más el calor.

Ese día había rendido el último examen final del año. Una materia más cerca del título universitario que tanto esperaba su abuela. “Aunque ya tengas un trabajo, es importante tener un título colgado en tu pared”, le insistía ella. Y con esa frase en mente, la nieta asistía a clases, estudiaba y rendía materias para ser algún día una docente.

En la mesa de examen también estaba Martín. Habían entablado una breve conversación; ni siquiera se podía decir que habían hablado. En el último tiempo, Selena fue sembrando una distancia que poco a poco daba frutos. Desde la frase susurrada en el pub la noche de su cumpleaños, cuando su amigo había llamado a Adrián “el convicto” y ella se había sentido interpelada por la idea de jugar a la Bella y la Bestia versión antecedentes penales.

Mientras la cabeza de Selena viajaba del examen a la charla con Martín y luego al padecimiento por el calor de mediados de diciembre, él la seguía.

Él, que se preocupaba por su seguridad. O al menos eso se decía. El motor de la camioneta apenas rugía a paso de hombre, unos metros detrás de la bicicleta de Selena. Pensó varias veces en acercarse e invitarla a subir con él a la cabina. Podría llevar la bicicleta en la caja detrás. No habría problemas. Entonces ella llegaría más rápido a su casa y podría refrescarse. Tal vez no sería mala idea. ¿O sí?

La costanera estaba desierta, lejos de la zona balnearia donde parecía congregarse media ciudad. Cada tanto avanzaba algún auto con conductor principiante, dado que allí iban a practicar.

Él se preocupaba. Alguno de ellos podría perder el control del auto y atropellar a Selena, que pedaleaba y zigzagueaba.

“Falta poco”, pensó ella, completamente ajena a la presencia de la camioneta metros detrás suyo. En casa habría una ducha fresca y jugo de naranja exprimido. Sería la gloria. “Recién es diciembre y ya nos estamos derritiendo. Nos evaporaremos en enero”, siguió el hilo de pensamientos.

De pronto dobló en una esquina y se alejó de la costanera, hacia dentro de la ciudad. La camioneta mostró la luz de giro e hizo lo mismo. El aire acondicionado dentro de la cabina se sentía como la gloria, al lado del calor que llevaría la chica. Pero no se acercó más que ese escaso metro.

Él la vio entrar a la casa y pasó por delante de ella. Siguió su camino. Debía volver al trabajo antes de que alguien notara su ausencia. Otro día había pasado sin hablarle, pero no faltaba mucho para hacerlo. Al menos así esperaba.




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