Oteó el horizonte. Poca gente se veía en esa parte de la playa. Alguien había clavado una sombrilla y alguno incluso tiró la línea para pescar.
Él caminó hacia el agua y, sin darse tiempo a probar la temperatura, se sumergió en las olas que rompían. Estuvo un rato así, nadando; alejándose y volviendo hacia la orilla. Se sentía cómodo; su padre le había enseñado a nadar allí, en ese mar.
Luego se sentó en la arena a secarse al sol. El calor evaporó lentamente las gotas de su piel. Rebuscó en su mochila y sacó una botella de agua. Estaba sediento. Pensó en la casa, faltaba solo la pintura en general. Los contratistas la tendrían lista en el trascurso de la semana. El solo pensarlo le hizo sentir que un peso se levantaba de sus hombros.
Bebió agua lentamente. Ya no estaba tan fría como cuando la compró. No le importó. Le quitaba la sed.
Volvió a mirar la playa alrededor. Pronto estaría lejos. Dejaría la casa en manos de algún agente inmobiliario e iría a La Pampa a visitar a sus padres. Luego volvería a la ruta, a buscar un nuevo lugar donde tampoco permanecería mucho tiempo. Quizás pasaría de nuevo por Mendoza, o tal vez elegiría Córdoba.
Algunas personas se metían al agua, él los miraba desde lejos. Entonces reconoció una figura. No necesitó mirar dos veces: podría distinguirla entre una multitud. Ella se dio vuelta, y lo miró. Sus ojos verdes encontraron los grises de Adrián y se quedaron un instante.
Selena estaba de pie en la orilla del mar. Las olas rompían sobre sus pies y le causaban cosquillas. La playa estaba prácticamente desierta. La había elegido especialmente por eso, por su soledad. Pero el destino a veces es caprichoso. Allí, en el lugar menos probable de todos, estaba sentado Adrián Lerner.
Levantó una mano y lo saludó a lo lejos. Vio que él la saludaba también, con un gesto de la cabeza. Ambos sonrieron. Selena, de manera amplia y Adrián, quedamente. Ella giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia él. Él se sorprendió cuando la vio sentarse a su lado. Entre los dos puso su bolso de tela, como un leve tapiar que la protegía de algo... De la reputación de convicto o de las palabras que no tenían que decirse.
—Hola —lo miró de frente.
—Hola, Selena —respondió Adrián con la voz más ronca que de costumbre. Era consciente de la cercanía de ella: sus brazos desnudos cerca uno de otro.
—Hoy en mi día libre. ¿El tuyo también?
—No, solo he salido temprano.
—La gente anda diciendo que tu casa ya está lista. Te irás.
Se lo dijo casi como un reproche, aunque no quería sonar de esa manera. A veces, muchas veces, sentía que se oía como una niña aún. Eso no importaba entre sus amigos, todos en su misma etapa vivencial. Pero con Adrián las cosas eran distintas. Él era distinto. Y ella quería serlo también.
—Me iré. Se acerca la hora.
—No volveré a verte, ¿verdad? —Pregunta de más, si las hay.
—No. —Reflexionó tarde sobre su respuesta al notar la mueca en la cara de Selena—. Al menos no por aquí.
—Nos faltó tiempo para conocernos.
Adrián no respondió. Solo se quedó mirando el horizonte. Ella era un espejo donde podía encontrarse a sí mismo siete años atrás. Habiendo terminado la escuela, había continuado en el club jugando al básquet y hubo conseguido empleo en el supermercado grande. Vivía con su familia y se reunía con sus amigos. Igual que ella; quien continuaba en el grupo de pintura de toda su etapa escolar y trabajaba en el supermercado. Si, eran parecidos. Pero su vida, que hubo sido apacible, cambió esa mañana de noviembre en que la policía fue a buscarlo.
—¿Por qué querrías conocerme? —Interrogó finalmente. Esperaba que la respuesta fuera distinta a la obvia.
—Porque me gustaría que me cuentes la verdad, tal y como yo la recuerdo.