Lucifer también tiene alas

20.

Fue una paradoja del destino que la situación se repitiera siete años después.

Él iba manejando su vieja camioneta despintada, esa que hacía un poco de ruido por las chapas flojas. Selena iba caminando por la vereda de siempre, en el camino que llevaba del supermercado hasta su casa.

Él la alcanzó.

—¡Hola, Selena!

Ella se frenó. Creía conocerlo. Lo había visto seguramente mil veces en el supermercado. No sabía que él recordaría su nombre.

—Hola —tentó un saludo.

—¿No te acuerdas de mí? —Frenó la camioneta a la altura de ella y le sonrió—. Nos hemos visto antes, en el supermercado. Soy amigo de Adrián. —Con un guiño le indicó que sabía qué había entre ellos dos: Adrián y ella.

—Oh. —Selena se quedó sin palabras.

—Oye, tranquila. Que no cuento nada a nadie. Solo frenaba para ver si querías que te acercara. Me imagino que estarás bastante movilizada con todo lo que anda pasando…

Ella reconoció que sí, si bien no lo dijo en voz alta. De pronto recordaba a ese hombre: era el mecánico que se ocupaba de los coches de casi todos en la ciudad. Decían que era muy bueno en su trabajo, hermético en su vida diaria. Además, no podía dejar de reconocerlo, era atento y bien parecido. Supuso que estaba en su día de suerte.

—Tal vez quieras contarme qué pasa por esa cabecita de camino hasta tu casa —invitó el mecánico.

Selena suspiró y se rio un poco.

—Muchas cosas, a decir verdad.

Entonces abrió con confianza la puerta y subió a la cabina, como tantas veces lo había hecho con Adrián. Se imaginó que no haría mal hablar con uno de sus amigos.

Lucio sonrió y dio gracias a su buena suerte. Adrián se iría pronto de la ciudad pero él se quedaría. Bien podría ir curando el futuro corazón roto de Selena antes de tiempo.

 

Alguien hizo sonar el timbre insistentemente. Adrián lo oyó entre sueños; y más tarde escuchó el llamado de su tío.

—Hay una señora Nora que te busca, sobrino.

Abrió los ojos para ver que la luz menguaba. Había estado recuperando las horas no dormidas en la noche, aunque quizás lo había hecho de más.

—Selena no aparece —dijo la anciana apenas lo vio—. ¿Dónde está? Ella no aparece…

El tío, que empezaba a retirarse en silencio para dejarlos hablar, volvió sobre sus pasos.

—¿Quién es Selena? —Preguntó apremiante. —¿Es ella la mujer de la casa? —Miró a su sobrino.

—Hay que llamar a la policía —respondió Adrián. —¿Qué hay de su teléfono?

—Apagado. —La abuela Nora empezó a llorar quedamente—. Él dijo que se la iba a llevar…

—¿Quién? ¿Cómo que se la iba a llevar?

Nora se tapó la cara, quizá intentando evitar que cayeran las lágrimas. Adrián la tomó de los hombros, nervioso. Sentía miedo. Miedo de ese pueblo que se vengaba sin piedad.

—¿Quién dijo que se iba a llevar a Selena?

La abuela se dejó caer en el sillón y, entrecortadamente, le refirió la historia del puente. Hacía siete años que guardaba ese secreto, ese peso en el corazón. Le pidió perdón por no haber hecho nunca nada para que la verdad saliera a la luz, y le pidió que entendiera que era solo una abuela con miedo.

Dos policías llegaron momentos después. El veterinario los había llamado, con información concerniente al incendio de la casa Lerner pero también al caso ya cerrado de Estrella Cévoli. Movidos más por el morbo que por las ansias de colaborar, los oficiales no tardaron más que minutos en tocar la puerta y entrar.

—Señora Nora, ¿qué pasa aquí?

Grande fue la sorpresa de los uniformados cuando vieron a la abuela Nora allí, hecha todo un mar de lágrimas.

Adrián le alcanzó un vaso de agua a la señora y la policía oyó su historia.

—No sé si podremos creer eso a esta altura, señora, pero tendrá que acompañarnos a la comisaría para poder investigar.

—Sí, sí, yo los acompaño. Pero busquen a mi nieta. Por favor, Adrián —se volvió hacia él—, tráela.

—Si no me necesitan urgente en la comisaría, quisiera ir al taller mecánico.

 

El teléfono de Lucio pitaba pero nadie lo atendía. Finalmente, Adrián optó por llamar a Marina. La esperó en el taller mecánico, donde se veía el playón abierto pero sin nadie que lo atendiera.

Marina se tardó media hora en llegar. Media hora que pareció una eternidad. Ya era de noche y Adrián temía lo peor.

—Adrián, estoy aquí.

Marina se bajó del auto apurada. Él fue derecho hasta ella y la abrazó, porque necesitaba el consuelo de alguien. Estaba cansado, se sentía viejo y abatido. Tenía miedo. Miedo porque él no había matado a Estrella y quien sí lo había hecho ahora la tenía a Selena.

—Necesito encontrar a Lucio. No atiende el teléfono.

Le explicó a las apuradas lo que había escuchado de la abuela Nora. Marina no sabía qué creer. Después de todo, Estrella era su prima; le debía un poco de lealtad. Pero, ¿Lucio? ¿Por qué Lucio se la había llevado? ¿Y qué tenía que ver esa Selena ahora en la historia?

Subieron al auto de Marina, porque Adrián estaba demasiado inestable para manejar. Fueron juntos hasta el puente, pensando en que tal vez la había llevado hasta allá. Pero no había nadie cerca.

Recorrieron el pueblo, las luces parecían desaparecer en cada calle.

Finalmente, cansados y perdidos, llegaron a la comisaría.

—¿Alguien salió a buscarla? —Preguntó Adrián no más entrar al recinto. Había envejecido años en horas. Incluso la abuela Nora se preocupó.

—Usted todavía está siendo investigado por el incendio de su casa y la ciudad lo cree culpable de un asesinato. Quizás debería irse de acá, señor Lerner —lo amonestó un oficial.

—Que se quede —pidió Nora. Y dejó que se sentara junto a Marina, que no sabía bien qué hacer pero sentía que no podía desaparecer en ese momento.

Otra noche se hizo eterna para Adrián. Las patrullas salían cada tanto, por una u otra razón. Selena no aparecía. Lucio había apagado su teléfono o había perdido la señal.




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