Luciferu

Obertura III: El Bastión de los Mil Rostros

Gehena Occidental, Bastión de los Mil Rostros, dominio de Asmodeus.

El Bastión de los Mil Rostros se alzaba como una aberración geométrica contra el perpetuo horizonte crepuscular del Gehena. Sus muros, forjados en tetraedros de Piromanía cristalizada, refulgían con llamas carmesí que parecían consumir el espacio mismo. La fortaleza estaba envuelta en un campo de energía oscura, conocido como Maleus, un escudo que latía como un corazón corrupto, repeliendo cualquier intento de acercarse sin el permiso de su señor. Desde la distancia, el bastión era un espectáculo de pesadilla, con sombras vivientes que se retorcían y fluctuaban como si la estructura misma estuviera viva.

En el salón principal, vasto y opulento, un banquete de proporciones grotescas estaba en curso. La mesa, hecha de obsidiana líquida que ondulaba bajo el peso de los manjares, se extendía interminablemente. Platos de carne celestial, fruto de antiguas conquistas, y vinos destilados de los sueños más oscuros de los mortales adornaban el banquete.

En el centro de la mesa, Asmodeus, el primer Rey Demonio, reposaba en un trono tallado de fragmentos de estrellas caídas, con sus múltiples ojos brillando en colores cambiantes, reflejando emociones que su rostro nunca mostraba. Su figura imponente era un estudio de poder contenido, con cada movimiento calculado, cada palabra un decreto.

Mientras desgarraba lentamente un trozo de carne que emanaba un aroma celestial, sus espías, sombras sin forma que se retorcían como aceite quemado, se postraban frente a él, sus voces distorsionadas por la energía oscura que los envolvía.

—Mi señor Asmodeus, hemos confirmado la caída de Mephisto. Lucifer ha regresado, ha tomado el control del trono y ha proclamado la unificación del Gehena como su objetivo.

Asmodeus dejó que las palabras se asentaran en el aire mientras masticaba, saboreando el momento. Sus múltiples ojos observaron a los espías con un brillo de interés pasajero, pero su rostro permaneció imperturbable.

—Lucifer... —murmuró finalmente, su voz resonante como el eco de una campana en un abismo infinito. Su tono era despreocupado, casi burlón—. Así que el séptimo ha decidido abandonar su exilio. ¿Y qué? ¿Acaso se supone que debo temblar porque uno de los Benei Elohe ha decidido jugar a ser rey una vez más?

Los espías intercambiaron miradas nerviosas, sus formas retorciéndose con inquietud.

—Mi señor...— comenzó uno, pero Asmodeus lo interrumpió con un gesto elegante de su mano, adornada con anillos que contenían galaxias en miniatura.

—Basta de titubeos. Hablad con claridad. ¿Qué pretende hacer Lucifer?

—Señor, busca unificar el Gehena, destruir a los rebeldes y reinstaurar un nuevo orden bajo su dominio. Sus huestes ya se preparan para marchar hacia tus fronteras.

El silencio que siguió fue ensordecedor, roto solo por el suave goteo de un líquido viscoso de una fuente cercana. Entonces, Asmodeus comenzó a reír.

Al principio fue un sonido bajo, casi imperceptible, pero pronto creció, reverberando en las vastas paredes del salón como un trueno contenido. No era una risa de histeria ni de desesperación; era una risa calculada, gélida, cargada de un desprecio absoluto.

—¿De verdad cree que su retorno cambiará algo? —Inquirio finalmente, levantándose de su trono con una gracia felina. Su voz ahora resonaba con una autoridad que llenaba cada rincón del salón—. Mephisto cayó porque era débil, un caprichoso que se aferraba al poder sin comprender su verdadera naturaleza. Pero yo... yo soy Asmodeus, el primer Rey Demonio. Este bastión, este dominio, es inexpugnable. Mis legiones no son simples demonios hambrientos de gloria; son la encarnación misma del caos, el engaño y el horror.

Sus ojos múltiples brillaron con una intensidad aterradora mientras se giraba hacia sus espías.

—Lucifer puede ser uno de los Benei Elohe, pero sigue siendo un exiliado. Perdió su gloria cuando fue arrojado del cielo. Su luz, aunque brillante, no puede quemar los muros del Bastión de los Mil Rostros.

Uno de los espías se atrevió a alzar la voz, temblorosa.

—¿Entonces, mi señor, no planea prepararse?

Asmodeus lo fulminó con la mirada, y el espía se desintegró en un grito sofocado, su esencia devorada por el Maleus.

—Prepararme... ¿para qué? Lucifer puede venir si lo desea. Que traiga a sus legiones, su fuego negro, sus palabras llenas de promesas vacías. Este bastión no caerá, porque no puede caer. Que se consuma en su arrogancia. Yo no le temo.

Con un gesto, Asmodeus convocó a sus generales, figuras encorvadas de poder y malicia, cada uno un maestro de la guerra y la intriga.

—Id. Doblad vuestra vigilancia en los muros, pero no mostréis debilidad. Que Lucifer crea que tiene la ventaja. Cuando llegue, yo mismo le mostraré que el trono que desea no será suyo tan fácilmente. El Gehena no pertenece a un solo ser. Es un océano de poder, y yo soy su verdadero señor.

Mientras los generales se dispersaban para cumplir sus órdenes, Asmodeus regresó a su trono, tomando una copa de vino negro como la noche. Su mirada se perdió en las llamas danzantes del bastión, y una sonrisa sutil se dibujó en su rostro.

—Que venga, Lucifer. Que venga y pruebe su propia desesperación.

Entonces, de la nada, el eco de unos pasos resonó en los pasillos infinitos del Bastión de los Mil Rostros, mientras las llamas del Maleus proyectaban sombras cambiantes que parecían susurrar secretos. Asmodeus, todavía en su trono, jugaba distraídamente con una copa de vino negro, sus múltiples ojos centelleando en patrones que revelaban pensamientos indescifrables. La atmósfera pesada fue interrumpida por la llegada apresurada de un delegado, una figura vestida con túnicas de ceniza que parecía luchando por mantener la compostura ante el imponente rey.

—Mi señor Asmodeus, he venido con noticias urgentes. Un emisario... un emisario enviado por el mismísimo Lucifer ha llegado a los límites del bastión.




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