Luciferu

Obertura IV: La infiltración en Valamkaor

El horizonte del Gehena se alzaba teñido de un rojo abrasador, donde las sombras danzaban como humo sobre los campos calcinados. Ante esta visión desoladora, se elevaba imponente la Fortaleza de los Mil Cuernos, un monumento de terror y poderío, gobernado por Belphegor, el Rey Demonio del Letargo. Su forma era una amalgama de torres en forma de picas que se proyectaban en todas direcciones, como si el bastión mismo desafiara las leyes de la lógica. Entre sus bastiones flotaban cristales de Urdaita, brillando con un rojo oscuro que parecía pulsar con vida propia. Este mineral infernal absorbía energía del Vacío y la canalizaba en rayos de Oscuraeh, rayos tan potentes que mutilaban la materia con una precisión devastadora.

En las afueras de Valamkaor, oculto en un risco sombrío, BlackHeart observaba la fortaleza a través de un visor arcano que reflejaba las vibraciones del Maleus. Su rostro permanecía inescrutable, apenas iluminado por el resplandor de los cristales en la lejanía. A su alrededor, un pequeño grupo de demonios de élite aguardaba, sus miradas ansiosas, conscientes de la importancia de su misión.

Lucifer le había encomendado esta tarea con instrucciones claras: no vencer a Belphegor en un enfrentamiento directo —un acto suicida contra un Rey Demonio en la cumbre de su poder—, sino minar su fortaleza desde dentro.

—El letargo de Belphegor será su ruina— había dicho Lucifer, sus palabras resonando aún en la mente de BlackHeart—. No se derrota a una bestia dormida con estruendo, sino con un veneno que la devore mientras sueña.

Durante semanas, los agentes de BlackHeart habían trabajado en las profundidades de la Ciudadela de Valamkaor, un laberinto subterráneo donde los demonios más fieles a Belphegor se alimentaban de su decadencia. Su labor era lenta pero meticulosa: infiltrarse en los estratos más bajos del poder, corromper a los subordinados con promesas de gloria y sembrar la semilla de la desgana, el arma más sutil contra el Rey del Letargo.

Ahora, el momento culminante estaba cerca.

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Interior de la Fortaleza Idus Lances

El palacio central de Valamkaor, apodado la Fortaleza Idus Lances, era un espectáculo que desafiaba la imaginación. Miles de picas colosales formaban su estructura, apuntando en todas direcciones como si quisieran desgarrar el mismo tejido del Gehena. Sus paredes estaban revestidas de runas que destellaban con una luz fría y antinatural, y cada pica parecía albergar un aura de Maleus que convertía su proximidad en una tortura para los sentidos.

Dentro, el último Diacom, un agente enviado por BlackHeart, avanzaba sigilosamente por los corredores infinitos del palacio. Su tarea era simple pero mortal: infiltrarse hasta los aposentos internos de Belphegor y desatar un artefacto de disonancia arcana que, al activarse, amplificaría el letargo natural del Rey Demonio, debilitándolo hasta el punto de la vulnerabilidad.

A cada paso, el Diacom sentía el peso de las energías opresivas que llenaban el lugar. El aire era pesado, casi sólido, y el rugido sordo de los cristales de Urdaita resonaba como un coro macabro. Pero su determinación no flaqueó. El artefacto debía ser colocado en el Santuario Somnoliento, el núcleo de poder de Belphegor.

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Campamento de BlackHeart.

En el risco, BlackHeart permanecía inmóvil, su silueta una sombra contra el resplandor infernal de la Fortaleza de los Mil Cuernos. A su lado, un emisario apareció de entre las penumbras, su figura envuelta en un manto de energía sombría que parecía devorar la luz.

—Señor— dijo el emisario, inclinando la cabeza con deferencia—. El último Diacom ha cumplido su cometido. El artefacto ha sido colocado en el Santuario Somnoliento. Es solo cuestión de tiempo antes de que Belphegor sienta sus efectos.

BlackHeart no respondió de inmediato. Su mirada permaneció fija en la fortaleza, como si pudiera ver a través de sus muros y torres, observando los engranajes de su plan girar con precisión. Finalmente, asintió, su voz un murmullo grave y contenido.

—Entonces el primer paso está completo. Que esta información llegue al Gran Malaj. Lucifer debe saber que la hora se aproxima.

El emisario desapareció tan rápido como había llegado, dejando a BlackHeart solo con sus pensamientos.

—Belphegor...— murmuró, más para sí mismo que para nadie más—. Tu letargo te ha condenado. Mientras duermes, tus dominios se derrumban, y el Gehena comienza a girar en torno a un nuevo centro.

El viento del Gehena aulló, como si el mismo infierno presagiara el cambio que se avecinaba. BlackHeart permaneció en su lugar, un espectador y ejecutor en la obra maestra de Lucifer, sabiendo que cada movimiento los acercaba un paso más a la conquista final. Sin embargo, un sentimiento de impaciencia se apoderaba de sus pensamientos.

BlackHeart permanecía de pie en el risco, su figura inmóvil como una sombra esculpida en obsidiana. Pero dentro de su mente, pensamientos inquietos y punzantes revoloteaban como un enjambre de insectos. Había ejecutado su misión con precisión, había seguido cada una de las instrucciones del Malaj Caído, pero no podía evitar que una chispa de duda e impaciencia se encendiera en su interior.

Lucifer. Luzbel.

Ese nombre tenía un peso inigualable en los rincones más oscuros del Gehena. Desde su llegada, al dominio infernal, había cambiado el paradigma de todo, de formas tan sutiles como devastadoras. Nada más derrocar a su padre, Mephisto, aquel al que todos habían creído eterno, Lucifer había comenzado a moldear el infierno a su imagen.

"No hay demonios débiles, solo mal empleados". Había dicho una vez, en una de sus primeras audiencias, cuando anunció la formación de sus legiones. BlackHeart recordaba cómo esas palabras habían generado un silencio abrumador en la sala, un silencio que era mezcla de desconcierto y una pizca de desprecio. ¿Qué propósito podía tener el Gran Malaj para tomar a los más miserables y débiles entre los demonios, aquellos que no valían ni para ser polvo bajo los pies de los Reyes Daemoniacus?




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