¿Quién dijo que las mentes maestras siempre deben llevar algo colgado entre las piernas en lugar de una vagina?
¿Quién dice que las mujeres no podemos causar el mismo impacto, o incluso más, que los hombres?
Una mujer puede ser tan fuerte y poderosa como cualquier hombre, y en ocasiones, superarlo.
Puede ser tan letal como silenciosa, igual que una serpiente. Su veneno es mortal, y cuanto más se acerca, más peligro corre su objetivo. Pero nunca notarás su llegada, porque acecha con sigilo, vigilando a su presa. Y cuando está lo suficientemente cerca, ataca, sabiendo que ya ha ganado. No necesita dudas, ni cuestionamientos; desde el principio sabe que es la número uno en todo.
El poder está tan sobrevalorado, y los hombres se han construido un pedestal tan alto, rodeado de murallas tan firmes, que piensan que las mujeres ocupamos un rango inferior al de ellos.
¿Soy demasiado feminista, o ellos son demasiado machistas? Es difícil responder a esta pregunta en la época y la sociedad en la que vivimos; ni yo misma sé cómo abordarla.
Pero tengo una idea clara: así como mis pensamientos pueden parecer vagos, también lo eran los de todos en este pueblo. Nunca en sus mentes cerradas podrían imaginar que la mente maestra detrás de todo sería una mujer, porque en sus ojos, todo gira en torno a los hombres. En sus mentes, ellos siempre están en la cima, y las mujeres solo tienen lugar en la cocina.
No soy Dios para decidir quién merece el cielo o el infierno, pero si ellos ya viven en este infierno llamado Sanford, ¿dónde se supone que está el cielo?
Ellos creen que el verdadero infierno es ese del que hablan las Biblias, sin darse cuenta de que el verdadero infierno está aquí, en el lugar donde viven. Qué irónico, ¿no? Así es la gente de Sanford: hipócrita y malvada.
Se presentan como santas palomas, como ángeles dignos del cielo, pero ni siquiera Dios creería en sus máscaras. Pretenden no ver nada, ni hacer nada, incluso cuando sus verdades, cuidadosamente escondidas, empiezan a salir a la luz. Creyeron que podían ocultarlo todo para siempre, que sus secretos jamás serían descubiertos, pero ahora sus muros se desmoronan y su fachada perfecta cae a pedazos.
Este pueblo y sus habitantes me han quitado mucho. Me han robado demasiado. Ahora es mi turno. Estoy harta de la hipocresía, de las miradas amables de frente y las llenas de odio por la espalda. Estoy cansada de las falsas amistades, las sonrisas fingidas y las mentiras constantes. Ya no soporto más el peso de todo lo que ocultan. Es hora de que las máscaras caigan y la verdad se enfrente.
Entonces, me convertiré en todo aquello que, al verme, otros sepan que su destrucción está asegurada.
¿Quién dijo que se necesitan cuchillos o pistolas para ser un asesino? No siempre es quien empuña un arma quien destruye; a veces basta con arrebatar la humanidad de las personas para lograr lo mismo.
El autoproclamado artista disfruta de su gran festín, moldeando y deshaciendo el pueblo a su antojo. Curiosamente, su caos también me ha servido. Mientras él siembra miedo con cuchillos, yo también lo hago, pero de una manera diferente.
Para él, es un juego de egocentrismo, una búsqueda por ser el mayor asesino. Yo, en cambio, encuentro satisfacción en mi originalidad. No necesito armas para lograrlo; no soy tan predecible ni aburrida. Me basta con una computadora y observar. Con eso obtengo lo mismo que él: miedo, respeto y un aire de misterio que deja a todos en suspenso.
No soy Dios ni tampoco un diablo, pero si otros pueden apropiarse de esos roles, ¿por qué no hacerlo yo también? Claro, de una manera distinta. Dios se define como un juez, alguien que clasifica entre el bien y el mal, entre los dignos y los indignos. Entonces, ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo? ¿Por qué no puedo jugar a clasificar a las personas y, como en un juego de azar, decidir quién será la siguiente en cruzarse en mi camino?
Aunque, seamos sinceros, llamarlos víctimas resulta demasiado monótono. Ese término pertenece a mentes antiguas y aburridas.
Prefiero llamarlas marionetas; es mucho más acorde a los tiempos. Además, en un pueblo tan podrido como este, donde la hipocresía está grabada en el alma de todos, nadie actúa por voluntad propia. No es que sigan reglas, es que parecen programados para moverse, hablar y vivir como se espera de ellos, como si unos hilos invisibles los controlaran desde lo alto. Marionetas dóciles, incapaces de tomar las riendas de sus vidas y, peor aún, conformes con ello.
Eso convierte a toda la gente de Sanford en un molde repetido, no por algo positivo, sino por su monotonía irritante. Son iguales en su maldad, en su hipocresía, en su vileza. Son repugnantes, detestables y reflejan todo lo negativo que alguien puede imaginar.
Creo que he permitido demasiado tiempo que mis marionetas se movieran por sí solas.
Es hora de volver a tomar las cuerdas y manejar todo a mi antojo. También dejé que ese autoproclamado artista jugara a su gusto, que tomara protagonismo mientras yo permanecía en las sombras, aunque él nunca lo supiera.
Ahora es momento de reclamar mi lugar en el centro del escenario, de convertirme de nuevo en el tema principal de conversación. Es hora de sembrar conflictos y desconfianza, de recordarles quién domina este juego.
La próxima función de este circo está a punto de comenzar, y como siempre, será protagonizada por mis nuevas marionetas.
Din don, din don… me pregunto, ¿quiénes serán esta vez? Aunque, pensándolo bien, creo que ya tengo la respuesta...
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Editado: 18.01.2025