Lúgubre "Vivir entre el dolor del pasado"

43. Incertidumbre

ANDREA

Me encuentro frente al espejo, el aire espeso pesa sobre mis hombros y cada aliento se siente como un lastre. Mis ojos, hundidos y apagados, recorren un cuerpo que no debería ser el mío. La piel es ceniza y enfermiza, un pergamino desgastado cubierto de sombras moradas y azules que se esparcen como raíces podridas. Cada moretón parece susurrar un dolor olvidado, y mis manos tiemblan al rozarlos.

¿Cómo llegué a esto? ¿Me golpeé?

No recuerdo nada…

Mi reflejo no responde. Su rostro permanece impasible, una máscara de vacío con ojos que no ven y una expresión que no siente. Trato de respirar, pero el silencio se estira. La habitación es una tumba, donde el único sonido es el eco sordo de mi respiración y el latir frenético de un corazón que parece querer arrancarse del pecho.

Parpadeo. Algo cambia. El rostro en el espejo ya no es mío. Hay algo más, alguien más, oculto detrás de la pálida imagen que debería ser yo. Su mirada… es profunda, hambrienta. Quiero gritar, pero mis labios están sellados. No puedo apartar la vista. Mi reflejo parpadea conmigo, pero cada vez que lo hace, sus ojos no me pertenecen.

El suelo bajo mis pies tiembla cuando comienzan los golpes. Fuertes. Constantes e Implacables. Vienen de la puerta, a un paso de distancia. Cada golpe retumba dentro de mi cabeza, cada estruendo es un martillazo directo a mi alma. Mis músculos se tensan, pero no puedo moverme.

No puedo siquiera pestañear. Los golpes se aceleran, como si alguien —o algo— estuviera desesperado por entrar. La presión en mi pecho crece, pero mi cuerpo sigue clavado, atrapado, mientras el terror se retuerce dentro de mí como una serpiente de hielo.

El reflejo sonríe.

No es una sonrisa humana. Es una mueca monstruosa que se estira más allá de lo posible, hasta que la piel parece desgarrarse. Mis ojos se llenan de lágrimas, pero el reflejo sigue sonriendo. La puerta tiembla con cada impacto, y el aire se vuelve espeso, como si la misma oscuridad me estuviera devorando.

Y entonces… el silencio.

Cierro los ojos, el pánico ahogándome, y cuando los abro, el espejo está vacío. Solo vidrio. Solo un abismo sin reflejo. Mi respiración es un jadeo seco cuando, sin quererlo, mis pies comienzan a moverse. Mi cuerpo actúa por sí solo, tirando de mí como si fuera un títere en manos de un titiritero invisible. Me dirijo hacia la ducha.

Mis dedos giran la manija, y el agua fría comienza a fluir. La siento correr por mi piel, pero no es alivio lo que me trae. Es una promesa rota, un escalofrío que corta hasta el alma.

Mis ojos permanecen cerrados mientras el agua golpea mi rostro. Quiero abrirlos. No quiero abrirlos. La contradicción me desgarra por dentro.

Cuando finalmente lo hago, el agua ya no es agua. Una marea roja se desliza por mis piernas, el líquido oscuro tiñendo la porcelana hasta cubrirla por completo.

Es sangre.

La sangre fluye de la ducha, caliente, pesada, llenando la habitación con un olor metálico que se mezcla con mi miedo.

El rojo me envuelve. Mis manos tiemblan cuando intento detener la corriente, pero el agua no cesa. El piso es un charco escarlata, y cada paso que doy me hunde más en él. La sangre se aferra a mi piel, cubriendo mis piernas, mis brazos, mi pecho, hasta que ya no sé dónde termina el líquido y comienza mi carne.

Salgo. Camino. Las paredes blancas están empapadas de rojo, y el espejo me llama. Pero esta vez… ella está ahí. Mi reflejo, con una sonrisa aún más terrible que antes, la boca extendida hasta casi partirse en dos. Parpadeo. Y entonces lo veo.

Sus labios están cosidos con hilo negro. La aguja pende aún de la última puntada, el hilo tensado con una perfección macabra. Gotas de sangre fresca caen, marcando el tiempo que se detiene. Mis ojos se encuentran con los suyos, pero ya no son míos.

Quiero gritar. Mi garganta se quema con el sonido atrapado, pero no puedo emitir ni un murmullo.

Despierto jadeando, con el corazón al borde de estallar. El reloj de la pequeña mesa a mi lado marca las cuatro y cuarenta.

La oscuridad es densa, y mis manos sudorosas buscan mi rostro para asegurarse de que sigue intacto. No hay sangre. No hay hilo. Pero el terror sigue latente, aferrado a mis huesos.

A diario, mis sueños no son solo sueños. Siempre han sido recuerdos.

Pero esta vez, el rostro que vi… parecía el de Brusela, aunque no podía ser ella. Era una versión distorsionada, una sombra de su imagen, como si algo oscuro hubiera tomado su forma.

¿Por qué? ¿Es este mi castigo por leer su diario? ¿Por invadir los secretos de una amiga? ¿He traicionado para proteger? ¿O me he condenado a la misma oscuridad que la consume a ella?

El peso de la culpa me aplasta, pero la sonrisa cosida sigue viva en mi memoria. Y cuando cierro los ojos, la veo de nuevo, esperándome al otro lado del espejo...




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