Lúgubre "Vivir entre el dolor del pasado"

45. Sospecha

BRUSELA

Podría ser ella.

No, estoy segura de que es ella. O quizás mi mente está jugando conmigo, haciéndome dudar de lo evidente. Pero si no es ella... entonces, ¿quién más? Nadie tendría el valor de entrar en una casa como la mía, no por lo que significa, ni por quién comparte este lugar conmigo, ni por dónde está ubicada.

¿Quién más podría atreverse a visitarme?

No tengo más amigas, y, siendo honesta, no lo siento como una pérdida; con mi ojitos me basta y sobra.

Mientras avanzo hacia el instituto, mis pasos me llevan frente a una casa donde una madre se encuentra en la puerta, despidiendo a su pequeña hija antes de que esta emprenda su camino a la escuela.

Al pasar cerca, las palabras que aquella mujer le dice a su hija llegan a mis oídos, dejando una huella en mi mente, algo que me hace detenerme a reflexionar.

—Ni se te ocurra hablar con los de la otra zona, y mucho menos repetir lo de ayer. Esa gente no merece nuestra gratitud, y mucho menos nuestra amabilidad.

¿Repetir lo de ayer?

Me detengo cerca, fingiendo revisar algo en mi teléfono, mientras espero a que la madre entre en la casa y su hija comience a caminar.

Se dice que los niños siempre dicen la verdad, y pienso que podría aprovechar eso a mi favor.

Me siento algo ridícula haciendo esto, pero no veo otra opción, así que lo considero necesario.

La niña camina por la acera del lado izquierdo, mientras yo la sigo desde la derecha, manteniendo mi distancia. Al cruzar una cuadra, cambio rápidamente de acera y me acerco a ella con pasos acelerados, chocando deliberadamente su hombro.

Por supuesto, totalmente intencional.

—Oh, lo siento, pequeña. ¿Te hice daño? —le digo con una aparente preocupación en mi voz.

—No te preocupes, estoy bien. Seguro no me viste por venir tan apurada —responde con una leve sonrisa que ilumina su rostro.

Ella retoma su camino, y yo aprovecho para caminar a su lado, guardando silencio hasta que decide romperlo.

—¿Cómo te llamas?

Le digo mi nombre y, por cortesía, le hago la misma pregunta.

—Me llamo Aurora —responde con un aire de inocencia que parece envolverla.

—Qué nombre tan bonito —comento, permitiéndome un momento de pausa mientras intento encontrar la forma de llevar la conversación hacia la persona que vio ayer.

Caminamos cerca del muro que separa las dos zonas, esa barrera absurda que no hace más que recordarme las diferencias entre ambos lados.

Una completa estupidez.

Pero, ¿qué se puede esperar? Los que nacen con todo servido jamás piensan en cómo otros luchan por una comida, en cómo deben estirar hasta el último recurso para sobrevivir. No entienden lo que significa lavar la ropa con prisa para volver a usarla al día siguiente porque no hay más opciones. Todo lo que para ellos es insignificante, para otros es un desafío diario por la falta de oportunidades.

Con este pensamiento en mente, me atrevo a hacer una pregunta relacionada: — ¿Qué opinas de que los de la zona alta tengan un muro que nos divide?

La niña me responde con una expresión triste en su rostro, mientras seguimos caminando: — Mamá dice que ellos son malos, que se aprovechan de la gente, y que no debo relacionarme con ellos. En la escuela, muchos niños me tratan mal y me hacen cosas muy feas, pero cuando intento hablar con ellos, siempre dicen que soy la culpable y que soy problemática.

A medida que habla, su pequeña mano se desliza hacia la mía para ayudarme a cruzar la calle, aunque no haya tráfico.

Al cruzar la calle, ella no suelta mi mano y seguimos caminando juntas. Es un tipo de contacto distinto al que estoy acostumbrada con Andrea, ya que nos abrazamos de vez en cuando, aunque ambas nos sentimos algo incómodas con el contacto físico debido a que no estamos habituadas a ello.

Pero con esta niña es diferente. Los niños tienen una bondad pura, una alegría y sencillez que a veces son arrasadas por personas malvadas, que viven solo para hacer daño. Sin embargo, los niños no tienen culpa de nada, son los adultos quienes no logran preservar lo bonito y acaban destruyendo todo lo que está a su alrededor.

Los niños, especialmente esta niña, no tienen la culpa de mis demonios, de mis tormentos ni de las cargas que llevo sobre mis hombros. Aunque mi instinto me diga que aleje mi mano o que ciertos tipos de contacto no me agradan, sé que ella no me hará daño, y también entiendo que no es responsable de todo lo que me ha sucedido.

Parece sentirse cómoda a mi lado, y no quiero que piense que la rechazo por apartar mi mano. Solo intento controlar esa sensación extraña que, aunque no es mala, me resulta difícil de identificar. Es como un hormigueo que recorre mis brazos, y a veces siento que el aire me falta, como si quisieras mirar a otro lado. No sé qué es esa sensación ni por qué surge con ciertas personas, pero tengo claro que no es algo negativo, solo algo incómodo por lo desconocido. Últimamente, esa sensación la he experimentado con Andrea, y puedo decir que, en su caso, no es algo malo, sino todo lo contrario.

Pasamos junto al muro, y al ver la insignia en el uniforme de la niña, me doy cuenta de que su escuela está a solo dos cuadras.

Debo apresurar la conversación si quiero obtener respuestas.

– Esas niñas son muy crueles, nadie merece ese tipo de trato o las cosas horribles que te dicen. Pero debe haber alguien que marque la diferencia, que no sea como los demás. O, ¿crees que todos son así? – le pregunto con una intención oculta.

– ¿Tú crees que todos son malos?

– Responder una pregunta con otra no es muy educado – contesto con una leve sonrisa, intentando encontrar una respuesta coherente a su pregunta, ya que es casi idéntica a la mía.

— Soy solo una niña, esa lógica de adultos no la entiendo — responde, con una inocencia que parece querer evadir indirectamente una pequeña reprimenda, demostrando que tiene algo de lista.




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