BRANDON
Hoy, la comisaría ha estado sorprendentemente tranquila.
Es un cambio notable en comparación con el caos de hace un tiempo, cuando todos parecían estar al borde de la desesperación.
Pero, para ser honesto, la comisaría de Sanford nunca ha servido para nada. Ven todo lo que está pasando, dicen que hacen lo posible, pero en realidad no mueven ni un dedo. O, si lo hacen, es apenas una fracción de lo que realmente podrían hacer.
Desgraciadamente, alguien con un rango inferior no puede cuestionar las decisiones de sus superiores. No importa cuán evidente sea su incompetencia, las reglas siempre juegan a su favor.
Lo que me lleva a una conclusión inquietante: este pueblo es como es por una razón.
No voy a negar que, en algún momento, me sentí acorralado, asfixiado por todo lo que estaba ocurriendo. Las desapariciones, los asesinatos, los susurros entre los habitantes, las miradas esquivas… y yo, atrapado en medio de todo eso, sin poder hacer nada.
Un espectador en una obra de la que no pedí ser parte.
Pero luego lo entendí.
El problema no es solo del sistema, no es solo una cuestión de corrupción o negligencia.
No.
El problema está también en los pobladores, en su silencio, en su manera de aceptar lo que sucede sin cuestionarlo. Y lo más inquietante es que esta revelación no llegó a mí por cuenta propia, sino gracias a alguien que todos desprecian, alguien a quien el pueblo entero aborrece. Pero, a mis ojos, él no es un villano. Es solo un realista que se atrevió a ver lo que otros prefieren ignorar.
El imitador.
Es irónico, lo sé.
Debería estar en su contra, considerando que infringe leyes de privacidad y seguridad que protegen a los ciudadanos. Pero en este pueblo, donde el silencio es moneda de cambio y la verdad se esconde detrás de cortinas de hipocresía, las reglas parecen desdibujarse.
Porque si todos aquí han cometido crímenes, si todos han ocultado sus propios pecados, ¿acaso el verdadero crimen es revelar esos secretos? ¿O el pecado mayor es permitir que sigan ocultos?.
Es una paradoja inquietante: el acto de exponer la verdad se convierte en delito, mientras que los delitos reales se protegen bajo el velo del anonimato. Entonces, ¿qué es peor? ¿El imitador que nos obliga a ver la verdad o aquellos que han construido sus vidas sobre mentiras?
He intentado descubrir quién es el verdadero artista y quién es el condenado imitador, pero ha sido en vano. Cada pista me lleva a un callejón sin salida, cada pregunta se ahoga en el miedo colectivo. La verdad está ahí, lo sé… pero en este momento, no sabemos nada. Y quizás, lo más aterrador es que, si seguimos así, nunca lo sabremos.
El tiempo ha pasado y, como era de esperarse, todos han decidido olvidar. Esas chicas, cuyos nombres apenas susurraban con temor hace unas semanas, ahora parecen nunca haber existido. Y aquel secreto que sacudió al pueblo por un breve instante, se ha desvanecido como si jamás hubiese importado.
—Adiós, Brandon —me dice un compañero mientras recoge sus cosas. Su turno ha terminado, y con una expresión de alivio, se despide antes de salir por la puerta.
Desgraciadamente, el mío no ha hecho más que extenderse. Me toca quedarme en la oficina revisando archivos, papeles de crímenes y desapariciones que no son ni remotamente interesantes. Un gato perdido, un celular extraviado… la rutina monótona de un pueblo que elige olvidar lo importante.
Suelto un suspiro cansado. Vaya trabajo el mío.
El sonido de las teclas llenaba el silencio de la oficina mientras revisaba casos menores, apenas relevantes. Un celular perdido, un gato desaparecido… nada fuera de lo común.
De repente, un ruido detrás de mí me sacó de mi concentración. Provenía de la oficina contigua, conectada a la mía por una puerta entreabierta. Me giré, esperando ver a alguien, pero no había nada. Solo sombras alargadas que se deformaban en la oscuridad. La única luz en la habitación era la de la pantalla de la computadora, proyectando un resplandor frío sobre mi escritorio.
Suspiré, frotándome los ojos. El tiempo había volado sin que me diera cuenta, y lo único que mantenía mi cuerpo en funcionamiento era el café amargo a mi lado. Al desviar la mirada al reloj sobre la mesa, sentí un escalofrío recorrerme.
Son las once de la noche.
A esta hora ya nadie debería estar en la comisaría. Se supone que mi turno terminó a las diez, pero entre los informes y el café caliente , el tiempo se me escapó de las manos.
Fui el último en terminar el trabajo hoy.
Empiezo a organizar el escritorio, guardando papeles y cerrando archivos en la computadora. Ya casi estoy listo para irme cuando, justo antes de apagar la pantalla, un sonido me alerta. Un correo nuevo.
Anónimo
Frunzo el ceño y lo abro con curiosidad, esperando quizá una notificación del sistema o algún recordatorio de última hora. Pero en su lugar, encuentro un mensaje inquietante:
"Las marionetas siempre tienen dos hilos para ser manipuladas. Por lo tanto, no sería malo tener otro líder para un mejor acto de circo."
El cansancio se disipa de golpe. Un escalofrío me recorre la espalda. Esto no es un error ni un correo cualquiera. Es un mensaje. Y está dirigido a mí.
El Imitador. Es lo primero que viene a mi mente al leer el mensaje.
La primera vez que apareció, trató a todos como si fueran simples marionetas y él, el titiritero, el dueño del circo. Un juego de manipulación que solo él parecía entender.
Intento salir del archivo y borrarlo, pero la computadora no responde. La pantalla parpadea por un instante y, antes de que pueda reaccionar, otro correo llega y se abre automáticamente.
"Te estoy dando un privilegio, un poder ilimitado que nadie más puede tener. Algo que te podría beneficiar más de lo que imaginas… ¿Piensas rechazarlo?"
Frunzo el ceño, sintiendo un nudo en el estómago.
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Editado: 20.02.2025