Lúgubre "Vivir entre el dolor del pasado"

53. Cumpleaños

ANDREA

Se supone que debería sentirme alegre por mi cumpleaños, un año más de vida.

Pero, ¿quién en su sano juicio celebraría eso cuando su vida es un completo desastre? Un año más solo significa más problemas, más decepciones, más de lo mismo.

Suspiro, intentando ahuyentar esos pensamientos. Algo bueno debo sacarle al día, aunque sea por obligación.

Me observo en el espejo, detallando mi atuendo. Quizás, al menos por hoy, pueda fingir que todo está bien.

Tanto martirio es mi cumpleaños que ni siquiera puedo escoger qué ponerme.

Mi madre entró a mi habitación esta mañana con un vestido en sus manos. No pidió que me lo pusiera, lo exigió, junto con mi mejor sonrisa y mi cara de niña ejemplar. No es de extrañar, para todos somos la familia perfecta: distinguida, respetada, intachable.

Y, por supuesto, la condenada fiesta—si es que se le puede llamar así—no es para mí. Parece más una reunión de negocios de mis padres, con gente importante del pueblo, familias de la zona alta, amigos de ellos… no míos.

Mientras me esfuerzo en colocarme los tacones, un recuerdo amargo me golpea con fuerza.

Era solo una niña cuando mi madre decidió que debía aprender a usarlos. Una señorita debe saber caminar con gracia, decía mientras me obligaba a dar pasos torpes sobre aquellos zapatos imposibles.

No importaban las caídas, los moretones en mis rodillas o el dolor punzante en mis tobillos doblados. Cada tropiezo era un fracaso imperdonable a sus ojos, una vergüenza que debía corregirse con más práctica, con más rigidez.

Aprendí, sí. Aprendí a mantener la espalda recta, a ocultar el dolor, a sonreír incluso cuando sentía que mis pies iban a romperse. Pero ahora, al verme en el espejo con estos tacones que me queman la piel, me pregunto si realmente aprendí lo que ella quería... o si solo me volví experta en fingir.

Me observo en el espejo, pero la imagen que me devuelve no soy yo.

El vestido se ciñe a mi cuerpo como si intentara darme una forma que no me pertenece. Las gruesas tiras caen con delicadeza sobre mis hombros, y el corsé ajustado en mi pecho me obliga a mantenerme erguida, perfecta… una muñeca más en la colección de mi madre. No es largo, pero tampoco demasiado corto; solo lo suficiente para cumplir con su estándar de elegancia sin parecer atrevido.

Tengo que admitirlo, me veo bien. Incluso podría decir que me veo hermosa. Pero esa no soy yo.

Es otra versión, una que solo existe para encajar en la imagen que ellos quieren proyectar. Una versión que, como los tacones, solo está aquí porque no me dieron otra opción.

No es feo, pero definitivamente no es mi estilo.

¿Cuándo en la vida alguien me ha visto usando un vestido rosa pastel con un moño enorme en la espalda? Si Brusela me viera ahora, seguramente diría que me lavaron el cerebro.

No es mi elección, es la de mi madre. Una imagen calculada para encajar en su mundo, en la versión de hija perfecta que quiere mostrar.

Como si a estas alturas alguien pudiera creerse esa mentira, como si no supieran cómo visto realmente en mi día a día. Suspirando, dejo caer los brazos a los lados, pero antes de que pueda seguir con mis pensamientos, una notificación ilumina la pantalla de mi teléfono.

Por fin me lo devolvieron.

Junto a mi teléfono, unos guantes largos del mismo tono pastel que el vestido reposan con elegancia forzada. Los miro con indiferencia, pero el eco de las palabras de mi madre resuena en mi mente como un susurro venenoso.

—Además del vestido, te pondrás esto —había dicho con su tono impaciente, señalando las medias gruesas y los guantes—. Nadie quiere ver una aberración como tú, y mucho menos tan dañada. Al menos con esto procurarás tapar todas tus estupideces y dejarás de llamar la atención.

Ocultar mis cicatrices.

Todavía me pregunto cómo es posible que personas así tengan el derecho de ser padres.

Bufo, agotada por la situación, mientras deslizo los tediosos guantes sobre mis brazos. La tela se siente sofocante, como una segunda piel impuesta a la fuerza, un recordatorio de que mi apariencia debe ser moldeada a conveniencia de otros.

Mi teléfono vibra sobre la mesa, y lo observo con indiferencia. Recuerdo que cuando me lo devolvieron, el número de Brusela había desaparecido. Borraron todo rastro de ella, convencidos de que eso bastaría para separarnos. Pobres ilusos. Lo que no saben es que, antes de entregarlo, ya había programado una copia de seguridad. Lo único que lograron fue borrar su rastro de la copia manipulada, sin sospechar que la verdadera información seguía intacta.

Si creen que eliminar su número bastará para alejarnos, no podrían estar más equivocados.

Deberían sentirse agradecidos. Este será mi último acto de sumisión hacia ellos.

¿Por qué?

Fácil. Porque así nadie sospechará de los próximos movimientos.

La notificación en mi teléfono parpadea, interrumpiendo mis pensamientos. Es un mensaje de mi madre.

¿Acaso ya se te olvidó cómo vestirte?
– Los invitados están llegando, y tú deberías estar aquí para recibirlos. Así que, si no quieres que suba a buscarte, más te vale bajar ahora mismo.

Respiro hondo, sintiendo la presión de sus palabras, pero esta vez, no me afectan como antes. Que disfruten la última vez que me ven así, dócil y complaciente.

Ruedo los ojos con fastidio antes de mirarme una última vez en el espejo. Practico mi mejor sonrisa y salgo de la habitación, sumergiéndome en la misma hipocresía que los rodea a todos.

Al bajar las escaleras, mis padres conversan animadamente con algunos de sus amigos al pie de estas. Mi padre se vuelve hacia mí, su rostro iluminado por una sonrisa amable.

—Mi niña, te ves como toda una princesa.

Me extiende la mano cuando llego a los últimos escalones y, al abrazarme, siento su aliento en mi oído.




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