El café sabía a rayos. Alejandro lo sorbió con una mueca y lo dejó sobre el mostrador del puesto de enfermería. ¿Por qué siempre es tan malo? Era una pregunta que se hacía cada noche y nunca obtenía respuesta. A estas alturas, ya debería haberse acostumbrado, pero había algo en esa mezcla entre amargo y aguado que lo hacía cuestionar cada decisión que lo había llevado al turno nocturno.
Miró su reloj: 2:13 a. m. La hora perfecta para que todo se sintiera como una pesadilla. Había pasado más de una hora desde que doña Luisa desapareció, y ahora, Javier Monteverde, el paciente de la 307, también se había esfumado. Dos pacientes desaparecidos en una noche. Alejandro intentaba buscar una explicación lógica, pero su cerebro, cansado y sobrecargado, no dejaba de lanzarle ideas absurdas.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Gabriela, su voz apenas un susurro.
Clara no respondió de inmediato. Estaba mirando el monitor de la estación de enfermería, donde parpadeaba un registro incompleto del último chequeo de Javier. Alejandro sabía que ella estaba tan desconcertada como él, pero Clara tenía ese extraño talento para aparentar que todo estaba bajo control.
—Primero, revisamos todo el piso. Otra vez. —Clara se levantó, se ajustó el uniforme y los miró a ambos.
—Y después, si no aparecen, llamaremos al supervisor.
Gabriela soltó un suspiro, claramente nerviosa. Alejandro no dijo nada. Sabía que Clara estaba tratando de mantener el control de la situación, pero en su interior tenía la sensación de que las cosas se estaban saliendo de las manos. Dos pacientes. ¿Qué sigue, que desaparezca todo un ala?
El pasillo estaba extrañamente silencioso. Era un silencio que no pertenecía a un hospital, un lugar donde siempre había máquinas zumbando, pasos que se cruzaban, voces bajas discutiendo tratamientos. Pero en ese momento, mientras Alejandro avanzaba junto a Gabriela, el único sonido era el eco de sus propios pasos.
—Esto es una locura —murmuró Gabriela. Su voz rompió el silencio, pero no hizo que Alejandro se sintiera mejor.
—Lo sé. Pero tenemos que mantenernos calmados —respondió él, aunque no estaba seguro de a quién intentaba convencer más, si a Gabriela o a sí mismo.
Ella lo miró de reojo.
—¿Crees que alguien los está sacando del hospital?
Alejandro negó con la cabeza.
—No lo sé. Pero no hay forma de que hayan salido por su cuenta, al menos no en su estado.
Se detuvieron frente a la habitación 307. La puerta estaba entreabierta, y el aire dentro era frío, demasiado frío. Gabriela titubeó antes de entrar, pero Alejandro avanzó primero. La cama de Javier estaba vacía, igual que la de doña Luisa, pero a diferencia de la 302, aquí había un desorden.
Las sábanas estaban tiradas en el suelo, y el monitor de signos vitales había sido desconectado de la pared, como si alguien lo hubiera arrancado con prisa.
—¿Qué demonios pasó aquí? —murmuró Gabriela.
Alejandro se agachó para recoger una sábana. Tenía una mancha oscura, pequeña pero inconfundible. Sangre.
—Esto no me gusta nada —dijo Alejandro, su voz más baja de lo que pretendía.
Gabriela se acercó para ver la mancha, pero antes de que pudiera decir algo, ambos escucharon un ruido. Era leve, apenas un susurro, pero lo suficiente para que sus cuerpos se tensaran al instante.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Gabriela, agarrando el brazo de Alejandro.
—Sí.
El sonido venía del baño de la habitación. Era como un rasguño, irregular y débil, pero constante. Alejandro sintió que su pecho se apretaba. No es nada, solo el drenaje o algo... Pero en el fondo sabía que no era así.
—Quédate aquí —le dijo a Gabriela, aunque no estaba seguro de si era una orden o una súplica.
Gabriela negó con la cabeza.
—Ni loca. Si vas a abrir esa puerta, lo hacemos juntos.
Alejandro suspiró. No tenía tiempo para discutir, y la verdad, prefería no estar solo. Se acercaron al baño con pasos lentos, sus corazones latiendo en un ritmo acelerado. Alejandro extendió la mano hacia la puerta, que estaba cerrada. Giró la perilla con cuidado y empujó.
El baño estaba vacío.
—¿Qué...? —comenzó Gabriela, pero Alejandro levantó una mano para silenciarla.
El rasguño seguía ahí. Venía de arriba.
Ambos levantaron la vista hacia el techo. La rejilla del sistema de ventilación estaba floja, y el sonido provenía de allí.
—¿Crees que alguien...? —Gabriela no terminó la pregunta.
—No lo sé —respondió Alejandro, dando un paso atrás. El sonido cesó de repente, y el silencio que quedó fue peor.
Clara apareció en la puerta de la habitación, su expresión seria.
—¿Qué estáis haciendo?
Alejandro señaló la rejilla.
—Hay algo ahí arriba.
Clara frunció el ceño y cruzó los brazos.
—¿Cómo que algo?
—No sabemos —dijo Gabriela rápidamente. Su voz temblaba un poco, pero intentaba mantener la calma.
Clara no pareció impresionada.
—Esto ya es demasiado. Vamos a terminar de revisar el piso y llamar al supervisor.
Alejandro asintió, aunque no podía quitarse de la cabeza el sonido del rasguño.
Cuando terminaron de revisar la tercera planta, era casi las 3:30 a. m. No había rastro de doña Luisa ni de Javier. Alejandro estaba sentado en el puesto de enfermería, repasando los registros en su tablet por enésima vez. Nada tenía sentido.
Clara estaba al teléfono con el supervisor, explicando la situación. Gabriela estaba apoyada contra la pared, mirando hacia el pasillo como si esperara que algo apareciera de repente.
—¿Y ahora qué? —preguntó Gabriela en voz baja, como si temiera romper el silencio.
Alejandro no respondió de inmediato. En lugar de eso, se pasó una mano por el cabello y suspiró. ¿Qué demonios está pasando aquí?
Clara colgó el teléfono y se acercó a ellos.
—El supervisor dijo que enviará a alguien para revisar las cámaras otra vez. Mientras tanto, debemos seguir trabajando como siempre.