Lumen: Donde la curación se transforma en horror.

Capítulo 6: Ecos bajo la piel

El teléfono aún colgaba del gancho cuando Alejandro decidió que no iría inmediatamente a la sala de tratamientos. Podía sentir la presión en el aire, como si todo el hospital estuviera aguantando la respiración, esperando a que él diera el siguiente paso. Pero, ¿y si ese paso lo llevaba directo a una trampa? Ortega había sido demasiado directo, demasiado confiado. Había algo más en esa invitación, y Alejandro no quería precipitarse.

—¿Qué le dijiste? —preguntó Gabriela, con los brazos cruzados.
—Que iría.

—No deberías. —Su tono era firme, pero había algo en sus ojos que lo descolocaba: miedo real, puro.

Alejandro tragó saliva y trató de tranquilizarla con una sonrisa que no sentía.
—Solo quiero saber qué está pasando. No voy a hacer nada imprudente.

Gabriela lo miró con incredulidad.
—¿No lo entiendes? Ortega no es… normal. Hay algo en él, algo que…

No terminó la frase. Clara, que había estado callada durante todo el intercambio, finalmente levantó la vista de los registros.
—Si vas, ten cuidado. Y presta atención a todo. Ortega no muestra nada porque no necesita hacerlo. Ese hombre tiene más poder aquí del que debería.

Alejandro se sintió como si estuviera recibiendo advertencias para entrar en un territorio enemigo. Pero algo dentro de él, una mezcla de rabia y curiosidad, lo empujaba a seguir adelante.

—Si no vuelvo en una hora, búsquenme —bromeó, aunque nadie se rió.

En lugar de ir directo a la sala de tratamientos, Alejandro decidió pasar primero por la 304. Algo en la paciente María Estévez lo inquietaba profundamente. Mientras caminaba hacia su habitación, repasó mentalmente su expediente: insuficiencia respiratoria aguda, derivación no especificada, y un historial médico lleno de lagunas. Pero lo que más lo perturbaba era lo que ella había dicho. "Ellos están aquí".

Cuando entró a la habitación, notó que el monitor cardíaco estaba desconectado. La máscara de oxígeno seguía en su lugar, pero María no estaba respirando con regularidad. Alejandro se acercó rápidamente a la cama, revisando sus constantes vitales. Su ritmo cardíaco era lento, demasiado lento, como si su cuerpo estuviera apagándose por completo.

—María, ¿me escucha? —preguntó en voz baja.

Ella abrió los ojos lentamente. Su mirada estaba perdida, como si estuviera mirando algo más allá de las paredes de la habitación.

—No puedo… respirar… —susurró.

Alejandro ajustó la máscara de oxígeno y buscó una jeringa con solución salina para estabilizarla. Pero mientras preparaba la inyección, notó algo extraño en su brazo. La piel de María estaba cubierta de pequeñas marcas, como puntos de sutura, que recorrían sus venas en patrones irregulares.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz alta, más para sí mismo que para ella.

María levantó la mano débilmente, señalando hacia la ventana. Alejandro siguió su mirada, pero lo único que vio fue la lluvia golpeando el cristal. Cuando volvió la vista hacia ella, sus labios se movían lentamente, formando palabras que no podía escuchar.

—¿Qué dice? —se inclinó hacia adelante, tratando de captar el susurro.

María cerró los ojos, y de repente, su cuerpo se tensó. Alejandro intentó sostenerla, pero entonces, se percató de que su corazón se había detenido.

—¡No, no, no! —Alejandro presionó el botón de emergencia y comenzó a realizar maniobras de reanimación.

Clara y Gabriela llegaron corriendo pocos segundos después. Gabriela se detuvo en seco al ver las marcas en los brazos de María.
—¿Qué le pasó?

—No lo sé. Estaba respirando hace un momento —respondió Alejandro, jadeando mientras continuaba las compresiones.

Pero no importaba lo que hiciera. María Estévez estaba muerta.

Horas más tarde, Alejandro estaba sentado en la sala de descanso, con las manos temblorosas y un nudo en el estómago que no podía deshacer. Había intentado escribir el informe sobre lo que había pasado, pero las palabras no salían. ¿Qué demonios le habían hecho a esa mujer?

Gabriela entró con dos tazas de café. Le tendió una, y aunque Alejandro no tenía ganas de beber, la aceptó.

—No fue tu culpa —dijo ella, sentándose a su lado.

Alejandro negó con la cabeza.
—Sabes que no es eso lo que me preocupa. Esas marcas en sus brazos… No estaban ahí cuando la trajeron, ¿verdad?

Gabriela lo miró fijamente.
—No.

El silencio que siguió fue pesado, cargado de preguntas que ninguno se atrevía a formular. Finalmente, Alejandro rompió el silencio.
—Voy a hablar con Ortega.

—No creo que sea buena idea.

—No tengo otra opción. Si no averiguo qué está pasando aquí, nadie lo hará.

Gabriela bajó la mirada, y Alejandro pudo notar que estaba luchando contra sus propias dudas. Finalmente, asintió.

—Solo prométeme que no harás nada estúpido.

Alejandro sonrió débilmente.
—No puedo prometer eso.

Cuando llegó a la sala de tratamientos, Ortega ya lo estaba esperando. Llevaba una bata blanca impecable, y su expresión era tan neutral como siempre.

—Doctor Salcedo, pensé que no vendría.

—Aquí estoy.

Ortega sonrió, aunque su sonrisa parecía tan falsa como una máscara.
—Me alegra. Pase, por favor.

Alejandro entró, sintiendo que cada paso lo acercaba a algo que preferiría no descubrir. La sala estaba llena de equipos que no reconocía, máquinas que emitían zumbidos constantes y monitores que mostraban gráficos que parecían salidos de una película de ciencia ficción.

—¿Qué es todo esto? —preguntó, incapaz de ocultar su asombro.

—Investigación avanzada —respondió Ortega, como si fuera la cosa más obvia del mundo.

Alejandro frunció el ceño.
—¿Qué clase de investigación?

Ortega lo miró fijamente, sus ojos oscuros brillando con una intensidad que hacía que Alejandro se sintiera pequeño.
—Algo que usted no entendería.

La puerta detrás de él se cerró con un clic metálico, y Alejandro supo que acababa de cruzar una línea que no tenía retorno.




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