Lumen: Donde la curación se transforma en horror.

Capítulo 9: La puerta Theta

El aire del subsótano era denso y húmedo, impregnado con un olor metálico que Alejandro no podía identificar, pero que sabía que estaba relacionado con algo que prefería no imaginar. Las paredes, cubiertas de moho y manchas oscuras, parecían cerrar el espacio aún más a medida que avanzaba. La linterna en su mano temblaba ligeramente, reflejo de sus nervios más que de su pulso.

La puerta con el símbolo Θ frente a él parecía impenetrable, sellada con un candado electrónico que emitía un brillo rojo intermitente. La superficie metálica de la puerta estaba arañada, como si alguien —o algo— hubiera intentado abrirla desde el otro lado. Alejandro tragó saliva y levantó la mano, pasando los dedos por las marcas. Eran profundas, irregulares, y en algunas de ellas aún había rastros de óxido mezclado con algo más oscuro.

El zumbido constante de una máquina resonaba detrás de la puerta, un sonido que parecía aumentar con cada segundo que pasaba allí de pie. Justo cuando estaba a punto de acercarse más, escuchó el ruido otra vez: pasos. Lentamente, giró sobre sus talones, apuntando la linterna hacia el pasillo por el que había venido.

—¿Quién está ahí? —su voz apenas era un susurro, atrapada entre el miedo y la anticipación.

Nadie respondió. Pero los pasos se detuvieron, y el silencio que quedó atrás fue peor. Alejandro sintió que el aire se enfriaba aún más, como si una corriente invisible se arrastrara por el pasillo. Esto es una locura. Quería irse, volver al puesto de enfermería y olvidarse de todo, pero algo dentro de él lo empujaba a seguir adelante.

El silencio fue interrumpido por un sonido mecánico detrás de él: el candado de la puerta Theta emitió un leve chasquido. Alejandro se giró rápidamente, apuntando la linterna hacia la puerta. La luz roja del lector había cambiado a verde, y el sonido del zumbido al otro lado ahora era más claro, como si la puerta estuviera invitándolo a entrar.

Su mente corría con preguntas. ¿Quién había desbloqueado la puerta? ¿Había alguien más allí abajo? Y lo más inquietante: ¿qué había detrás de ella? Alejandro respiró hondo y empujó la puerta, que se abrió con un gemido metálico.

El interior de la sala Theta era peor de lo que había imaginado. La linterna iluminó un espacio amplio, pero caótico, lleno de máquinas que no podía identificar. Las paredes estaban cubiertas de monitores que mostraban gráficos y números que no tenían sentido para él. Había tanques de vidrio en un rincón, conectados a tubos que goteaban un líquido viscoso que brillaba bajo la luz de la linterna.

Pero lo más perturbador eran las camillas. Había cinco, alineadas en el centro de la sala, cada una con correas de cuero desgastado. Cuatro de ellas estaban vacías, pero la última no.

Alejandro se acercó lentamente, sintiendo que cada paso lo acercaba a algo que nunca podría olvidar. El paciente en la camilla era un hombre joven, delgado hasta el extremo de lo esquelético, con la piel pálida y marcada por las mismas cicatrices que había visto en el cuerpo de María Estévez. Sus ojos estaban abiertos, pero no parecían ver nada. Su pecho subía y bajaba lentamente, como si estuviera al borde de la muerte pero incapaz de cruzar el umbral.

—¿Hola? —preguntó Alejandro, aunque sabía que no recibiría respuesta.

El hombre no se movió. Alejandro revisó los monitores a los que estaba conectado, tratando de entender los datos. Pero no reconocía nada. Ningún pulso cardíaco, ninguna presión arterial. Lo único que veía era una línea que fluctuaba en patrones extraños, como si estuviera midiendo algo que no debería estar ahí.

Justo cuando estaba a punto de acercarse más, una voz resonó detrás de él.

—No deberías estar aquí, doctor Salcedo.

Alejandro se giró rápidamente, encontrándose cara a cara con el doctor Ortega. Su figura, alta y rígida, estaba enmarcada por la luz fluorescente de la sala. Su rostro no mostraba emoción, pero sus ojos tenían una intensidad que hacía que Alejandro quisiera retroceder.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Alejandro, señalando el caos a su alrededor.

Ortega no respondió de inmediato. En cambio, caminó lentamente hacia la camilla, mirando al paciente como si fuera un objeto más en la sala.

—Esto, doctor Salcedo, es el futuro.

Alejandro sintió que la rabia lo invadía.
—¿El futuro? ¿Eso es lo que llama a torturar personas? ¿A jugar con sus vidas como si fueran experimentos de laboratorio?

Ortega finalmente lo miró, con una leve sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—¿Tortura? Esto no es tortura. Es progreso. Este hombre estaba condenado, igual que todos los que han pasado por aquí. Les hemos dado una oportunidad de trascender, de convertirse en algo más.

Alejandro dio un paso hacia él, con los puños apretados.
—¿Algo más? ¿Como qué?

—Como supervivientes. —Ortega levantó una mano, señalando las máquinas—. ¿Sabe cuánto tiempo lleva la humanidad buscando una cura para la muerte? Este hospital es solo una pieza en un proyecto mucho más grande. Y usted, doctor Salcedo, está entrometiéndose en algo que no puede entender.

—¿Y qué les pasa a los que "trascienden"? —preguntó Alejandro, con sarcasmo en la voz.

Ortega sonrió nuevamente.
—Algunos fallan. Otros… evolucionan.

Antes de que Alejandro pudiera responder, el paciente en la camilla comenzó a convulsionar. Sus ojos se abrieron completamente, y un grito inhumano salió de su garganta. Alejandro retrocedió instintivamente mientras Ortega permanecía inmóvil, observando como si estuviera viendo un espectáculo conocido.

El cuerpo del paciente comenzó a arquearse, y su piel pareció tensarse como si algo bajo la superficie estuviera tratando de salir. Los monitores emitían alarmas, pero Ortega no movió un dedo.

—¡Ayúdelo! —gritó Alejandro.

—No hay nada que pueda hacerse —respondió Ortega, con una calma escalofriante.
—Esto es parte del proceso.




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