Lumen: Donde la curación se transforma en horror.

Capítulo 26: El refugio precario

El aire en el subsótano estaba cada vez más pesado, como si las paredes mismas se cerraran sobre el grupo. Después del fracaso en el intento de Clara y Luis de desactivar la cuarentena, el peso de la situación recaía aún más fuerte sobre todos. El pasillo en el que se encontraban no era seguro; las criaturas estaban demasiado cerca, y el eco de sus gruñidos resonaba como una advertencia constante.

—Necesitamos movernos ahora —dijo Alejandro, su voz baja pero firme.
—Si nos quedamos aquí, nos encontrarán.

—¿Y a dónde vamos? —preguntó Gabriela, apretando con fuerza la barra metálica que había llevado desde el principio.
—No hay muchos lugares a salvo aquí abajo.

Clara, que todavía parecía aturdida por lo sucedido con Luis, habló en un tono casi inaudible.
—Hay una sala de mantenimiento en este nivel. Es pequeña, pero… podría servir.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Méndez, mirando con desconfianza hacia la oscuridad del pasillo.

—Unos minutos si nos movemos rápido —respondió Clara, recuperando algo de compostura.

Alejandro asintió.
—Entonces vamos. Pero no bajen la guardia.

Cazados por la oscuridad

El grupo avanzó por el pasillo en formación apretada, con Méndez liderando el camino y Alejandro cerrando la retaguardia. Clara caminaba en silencio, mirando el suelo mientras trataba de mantener el ritmo. Gabriela no dejaba de girarse para mirar hacia atrás, sus nervios aumentando con cada crujido que oía en la distancia.

El silencio, roto solo por el sonido de sus pasos, era opresivo. Cada tanto, un gruñido bajo o el eco de algo moviéndose en las sombras les recordaba que no estaban solos.

—¿Lo escuchan? —susurró Gabriela, deteniéndose por un momento.

—Sigue caminando —respondió Méndez, sin girarse.

—No, en serio. Algo nos está siguiendo —insistió Gabriela, apretando los dientes mientras miraba hacia la oscuridad.

Alejandro encendió su linterna y apuntó hacia atrás. Por un instante, solo vio el pasillo vacío, pero luego algo se movió, rápido, apenas perceptible. Un destello de piel translúcida que desapareció tan rápido como apareció.

—Tienes razón —dijo Alejandro, sintiendo cómo se le aceleraba el corazón.
—Hay algo detrás de nosotros.

—¡Pues apresúrense! —gruñó Méndez, aumentando el ritmo.

El grupo empezó a moverse más rápido, pero los sonidos a su alrededor también aumentaron. Golpes sutiles contra las paredes, garras arañando el metal, y ese gruñido bajo y gutural que parecía provenir de todas partes a la vez.

—Está jugando con nosotros —dijo Clara, su voz temblando.

—Entonces no le demos la oportunidad —respondió Méndez, señalando hacia adelante.
—La sala de mantenimiento está cerca.

Un refugio improvisado

La sala de mantenimiento estaba al final de un pasillo lateral, casi oculta entre tuberías y cables que colgaban del techo. Clara se adelantó y usó una de las llaves que había tomado del taller para abrir la puerta.

—¡Rápido, entren! —dijo, empujando la puerta abierta.

El grupo se apresuró a entrar, cerrando la puerta detrás de ellos. Méndez encontró un par de barras metálicas en el suelo y las usó para bloquear la puerta, asegurándola lo mejor que pudo.

La sala era pequeña y claustrofóbica, apenas lo suficientemente grande para que los cuatro pudieran moverse. Había herramientas oxidadas, cajas de repuestos y un viejo escritorio cubierto de polvo. Una única lámpara parpadeaba en el techo, lanzando sombras inquietantes sobre las paredes.

—No es ideal, pero servirá por ahora —dijo Alejandro, dejando caer su mochila al suelo.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Gabriela, dejando la barra metálica junto a la puerta y sentándose en el suelo.

—El tiempo suficiente para pensar qué vamos a hacer —respondió Alejandro.

Las grietas en el grupo

El ambiente dentro de la sala era tenso. Nadie hablaba, pero las emociones estaban a flor de piel. Gabriela miraba fijamente a la puerta, como si esperara que algo la atravesara en cualquier momento. Clara permanecía junto a una de las paredes, con los brazos cruzados y los ojos fijos en el suelo. Alejandro repasaba mentalmente todo lo que había salido mal, mientras Méndez observaba la sala con una mezcla de frustración y desconfianza.

Finalmente, Méndez rompió el silencio.
—Esto no va a funcionar si seguimos jugando a escondernos. Ortega tiene todas las ventajas. Él nos está cazando, no al revés.

—¿Y qué sugieres? —preguntó Gabriela, sin apartar la vista de la puerta.

—Que dejemos de actuar como víctimas y empecemos a tomar el control. Ortega está confiado porque piensa que no podemos llegar al Zeta. Pero si encontramos otra manera…

—¿Otra manera? —interrumpió Clara, con un tono más amargo del que pretendía.
—¿Y cuál sería esa otra manera? El túnel está sellado, no tenemos herramientas, y las criaturas están por todas partes.

—Podemos usar su sistema en nuestra contra —dijo Méndez, cruzando los brazos.
—Hay otra sala de control en este nivel. Es secundaria, pero podría darnos acceso a las cámaras y las cerraduras de las puertas. Si logramos llegar ahí, podríamos abrirnos paso hacia el Zeta.

—¿Otra sala de control? —preguntó Alejandro, levantando la vista.

Méndez asintió.
—Es una sala antigua, que Ortega dejó de usar hace años, pero todavía está conectada al sistema principal. Es nuestro mejor chance.

—¿Y qué pasa si Ortega ya sabe que vamos ahí? —preguntó Clara, con una mirada sombría.

—Entonces estaremos atrapados —respondió Méndez sin rodeos.
—Pero es un riesgo que tenemos que tomar.

Un sonido que no se detiene

Antes de que pudieran discutir más, un golpe sordo resonó contra la puerta. Todos se tensaron al instante. Otro golpe, esta vez más fuerte, hizo que las barras metálicas que sostenían la puerta temblaran ligeramente.




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