Las dos criaturas los rodeaban. La primera, más pequeña y rápida, se retorcía bajo la luz de la linterna industrial que Gabriela aún sostenía. La segunda, más grande y grotesca, bloqueaba la única salida, su cuerpo mutado proyectando una sombra monstruosa en la sala de control.
Ortega los tenía exactamente donde quería.
—Este es el final —dijo su voz a través de los altavoces, con una calma que helaba la sangre.
—Pensaron que podían ganar. Pensaron que podían desafiar lo que es inevitable.
Las luces de la sala parpadearon. Los monitores mostraban imágenes de otras áreas del subsótano, pero algo no cuadraba. Algunas cámaras estaban fuera de línea.
Alejandro sintió una corazonada, un presentimiento que no podía ignorar. Algo más estaba pasando.
La criatura más grande gruñó, preparándose para atacar. No tenían escapatoria.
Y entonces…
Las luces se apagaron por completo.
Caos y confusión
La oscuridad cubrió la habitación como una manta sofocante. Solo los parpadeos de los monitores rotos y el tenue resplandor de la linterna de Gabriela ofrecían algo de visibilidad.
Se escuchó un chillido desgarrador, pero no provenía de ellos.
—¡¿Qué carajo está pasando?! —gritó Méndez, levantando su arma en la oscuridad.
El sonido de un impacto violento sacudió la sala. Algo grande se había movido. La criatura más grande había sido golpeada por algo.
Y luego, un sonido metálico… como una puerta deslizándose a la fuerza.
—¡Muévanse! —gritó una voz desconocida.
Alejandro apenas tuvo tiempo de procesarlo cuando una ráfaga de disparos iluminó la habitación.
Las criaturas rugieron en agonía. La luz de los disparos reveló una silueta en la entrada de la sala de control. Alguien con un traje negro, un casco táctico y un arma de alto calibre.
No era uno de los guardias de Ortega.
—¡¿Quién eres?! —gritó Clara, pero el desconocido no respondió.
En lugar de eso, se lanzó hacia la criatura más grande con una precisión militar, disparando ráfagas controladas directamente a sus extremidades.
La criatura rugió y se tambaleó, su piel translúcida burbujeando con cada impacto. El arma no era convencional. Algo en esas balas estaba dañándola de verdad.
—¡VÁYANSE! —gritó el desconocido, sin apartar la vista de las criaturas.
Alejandro dudó un segundo, pero entonces la puerta de la sala de control se abrió completamente.
—¡Vamos! —gritó Gabriela, tirando de Clara.
El grupo corrió por la apertura, apenas esquivando el ataque de la segunda criatura. Méndez fue el último en salir, cubriéndolos con su arma.
Mientras corrían por el pasillo, escucharon un último disparo ensordecedor.
Y luego, silencio.
El rescatista inesperado
Se refugiaron en una antigua zona de almacenamiento, asegurando la puerta con una pesada estantería. Todos intentaban recuperar el aliento, todavía procesando lo que acababa de pasar.
—¿Quién demonios era ese? —preguntó Gabriela, con la voz temblorosa.
—Alguien que no trabaja para Ortega —respondió Méndez, todavía sosteniendo su arma con fuerza.
Alejandro se frotó el rostro, tratando de calmar su mente acelerada.
—Lo que sea que haya pasado ahí dentro… Ortega no lo esperaba.
Clara asintió, aún en shock.
—Las luces, los sistemas cayendo… Algo interrumpió su control.
—Y no fuimos nosotros —dijo Méndez.
El silencio se hizo pesado en la habitación. Si ellos no habían saboteado a Ortega, y su misterioso rescatista tampoco parecía de su equipo… entonces, ¿quién lo había hecho?
Antes de que pudieran intentar responderse, un sonido suave pero claro se filtró a través de los altavoces de emergencia del hospital.
Una voz femenina.
Distorsionada, pero inconfundible.
—Ortega… Nosotras también estamos aquí.
El rostro de Alejandro palideció.
—¿Nosotras? —murmuró Gabriela.
Méndez miró a los demás, su expresión endureciéndose.
—Esto acaba de ponerse más complicado.
Ortega pierde el control
En su oficina, Ortega se puso de pie con furia.
Las cámaras de la sala de control estaban fuera de línea. Los monitores mostraban estática, sus sistemas estaban colapsando uno tras otro.
Y ahora esa maldita voz.
—Imposible… —susurró, apretando los puños.
Ana entró apresurada, con el rostro desencajado.
—Doctor, perdimos conexión con la sala de control secundaria. No sabemos quién está interfiriendo con el sistema.
Ortega la miró con una ira contenida.
—Esto no es una simple interferencia. Alguien más ha entrado al hospital.
Ana tragó saliva.
—¿La Fundación Epsilon?
Ortega negó con la cabeza.
—Epsilon no avisaría antes de atacar. Esto es otra cosa.
Volvió la vista al monitor que aún funcionaba. En una de las cámaras del ala antigua del hospital, una figura femenina de cabello largo y oscuro caminaba por un pasillo, acompañada de al menos otras dos sombras.
Eran mujeres.
Vestían batas de hospital.
Y sabían exactamente a dónde iban.
La mandíbula de Ortega se tensó.
—No puede ser…
Ana lo miró, aterrada.
—Doctor… ¿quiénes son ellas?
Ortega cerró los ojos por un momento, y cuando los abrió, su expresión había cambiado.
Por primera vez en años, Nicolás Ortega sintió verdadero miedo.